Ese pájaro que en septiembre envolvía dulzura en su plumaje,
el árbol en que se cobijaba,
ese trino armonioso y esas plumas azules
que a cada momento parecían volar hacia mi alma,
ya no están.
Serán azules todavía.
Pero el trino se volvió seco.
Las hojas del árbol se cayeron.
Me cansé de preguntar.
El invierno se poseyó de mí.
Es una historia vieja:
cantaban los niños entonces,
hace cientos de años;
pero yo admiraba ese trino envolvente
cuyas notas sonaban como catedrales envueltas en caricias.
El pájaro giraba en torno a mi bolsillo roto,
y las migajas de pan eran las llamas que él necesitaba
para su volar exquisito.
También le daba nueces a comer.
Pero él prefería hacer barquitos con las cáscaras
y navegar hasta Londres o Pekín...,
y comía las flores que adornaban la mesa.
Había un perro infinito que permanecía quieto junto a él.
Él navegaba solo en un espacio abierto
que era el cuarto donde yo yacía.
Pero esto fue hace cientos de años.
Ahora me cansé de hacer preguntas.
Y no hallé certeza alguna.
Hasta dudé de que el pájaro existiera.
Su trino sería sólo un fantasma enrarecido.
Ahora hay silencio y silencio sobre el puente que me unía a él,
y que los dos, inadvertidamente, habíamos construído.
G.C.
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