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Le gustaba que la piropeasen
los viernes;
los viernes por la mañana.
Cuando el sol empezaba a despertar
entre las candilejas insoslayables de la noche;
cuando la brisa se le colaba en su pelo
y deshacía sus tirabuzones recién hechos;
cuando lo perfecto, fluía de lo insignificante,
inundando de esperanza los rincones
del amanecer pletórico de belleza.
Le encantaba que la piropeasen
cuando paseaba sosegada por la vida;
cuando su ilusión florecía
en las esquinas adormecidas de las calles
de aquellos viernes,
repletos de melancolía sostenida.
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