La nieve lleva un cargamento de flores entre tus ojos.
Lo supe cuando la miseria en su terremoto último,
quemó sus naves.
Estas rayas en mi piel dan pruebas de lo que hablo y digo.
Después, están el cautiverio de mi cuerpo y sus silencios.
Porque, ¿a quién hablar?
¿A quién decirle que la realidad nos acusa de estar ciegos
por no haber descubierto la rebeldía?
(Un tiempo sin ruidos ha descendido del mundo.)
Alguna vez, mientras corría la esperanza,
he pasado ligero entre decepciones -substancias de la noche-,
y logré vivir.
Entonces, fragmentos de colores se acuñaban en mi cuerpo:
buscaba el trópico, dulce ser;
desde tus pupilas buscaba el fuego en su pozo,
igual que tu recuerdo torturante como ensoñaciones de Delvaux
buscaba el trópico...
Ahora estoy solo, gritando socorro, culpable o sospechoso.
Mis límites abiertos en la ciudad que envolverá el insomnio,
mareándome en la altura colosal de aquella cuerda
colocada allí para la locura o la desaparición.
Lo más obscuro es el mármol con que está construída la caricia.
Daría mi sal inmediata por una limosna,
yo,
que recorrí las calles de la lejanía,
con las manos en el hospedaje de las vociferaciones,
como si esperaran a alguien -a tí, ser amado-
quizás al amplio follaje que criaste en tu blanco jardín,
y esa pasión por el recuerdo.
Yo,
venerador de sitios vagabundos,
he logrado sobrevivir pasando sobre cautiverios.
Narrar la historia de un silencio.
Mira: mi corazón reverdece.
Brillan aún los alimentos fríos, las cáscaras naranjas,
pero mi corazón reverdece como esperando un milagro.
Creer es aceptar que debajo de las máscaras existen
lluvias desprendidas, pedacitos victoriosos de palomas de nácar,
cortejos de coronación en los que te envolvías para no aceptar
los pumas verdes bajando hacia el desabrigo de nuestros cuerpos;
y esa pasión por los recuerdos,
enigmas compartidos bebiéndonos la copa de agua sobresaltada de luz.
Un lugar inmenso para el deseo de narrar la historia,
ese silencio que vuelve.
G.C.
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