La colección de lunares en tu espalda,
simulando ser estrellas,
se convirtió en mi carta celeste;
un mapa infinito de deseos,
cargados de lujuria,
con los que una y otra vez,
entre caricias y a punta de besos intente unir como si fueran constelaciones,
haciendo de tu cuerpo mi refugio,
mi propio planeta,
como una galaxia compuesta de titubeos y gémidos,
en la que el delirio de posar mi cabeza en tu pecho
se conjugada con el deleite de abrir los ojos,
levantar mi rostro y observarte en silencio,
convertido en un Dios,
con la mirada fija en el techo...
Y como si leyera el lenguaje de tu piel me preparaba,
para explorar una vez más el paraíso
que se ocultaba;
entre la delgada línea de mi lengua jugando con la tuya
y la sensación de tu hombría oscilando en mi inocencia,
al son del rock que te gustaba
o de las gotas de lluvia que caían en la ventana de la habitación,
como testigo mudo de lo que ocurría
y de lo que por falta de cordura
se podía catalogar; como la más perfecta y placentera obra de arte
compuesta por nuestras pieles bañadas en sudor
y nuestras manos haciendo piruetas de poro en poro,
trazando líneas imaginarias por tus puntos cardinales
y navegandote sin censura,
proclamándonos inquilinos del infierno,
mientras la tarde nos llevaba de paseo por el cielo
y en medio de interrumpidas respiraciones,
me decías que te encontrabas con el paraíso
y que mi piel era como un pergamino.
Te encargaste de escribir con tinta imborrable
los detalles de esas tardes de naufragio mutuo,
y me convertí en un libro,
adornado de pecado,
y de portada el lunar cerca de tu pecho,
símbolo perfecto de mi primer viaje fuera del planeta...