Humanos atribulados,
que, por siglos, indagan
dónde mora el alma,
en abrigar algún consuelo
ante horizontes sombríos.
Eternas cuestiones éstas
tan sólo pronunciadas
en la congoja de la incertidumbre,
pero sin un hondo sentir,
al ser presos de su servidumbre.
Mundanal servidumbre,
con tu ruido ensordecedor,
nos empeñas en disputas vanas
en ausencia de amor, fuego y pasión;
con la mirada fija en vidas profanas.
El alma mora
en recorrer bosques frondosos;
en las hadas que prenden los ensueños;
en la luz de los campos de girasoles;
en los mansos vergeles del desierto;
doquier habita la belleza sin dueño.
El alma mora
en la mirada cautiva de los amantes;
en el entretejido de sus manos;
en su baile encendido, en lechos de rosas;
en el suave roce de sus labios,
y en el abrasador júbilo de su gozo.
El alma mora
en los generosos pechos de la madre,
amamantando a su pequeño,
y en los brazos que lo acunan
con amor alborozado
mientras vela por sus sueños.
El alma mora,
allí, donde prenda la llama de la vida,
que, día tras día, se renueva,
aunando existencia y comprensión;
donde la soledad halle sosiego
en un encuentro humano lejos del rencor.