Ataba con mis dedos algunos hilos rotos
que salvé del naufagio. Mis heridas lamía.
De pronto, entre los restos del barco que se hundía,
como fugaz visión, surgió tu rostro.
Tu rostro de sirena. Y seguí reparando
las velas arrancadas, los mástiles caídos.
Y aunque no te mirara, inundaba mi oído
la dulce inteligencia de tu canto.
Casi sin darme cuenta me ganó la sonrisa,
y empecé a disfrutar tu tierna compañía,
tu palabra precisa, y alguna tontería
que inventamos, nomás para la risa.
Gusanito de dulce, te metiste en mi alma
sin atender reclamos de tiempo ni razón.
Ya reinás a tus anchas aquí en mi corazón
que es tu casa, porque ya tiene calma.
Conocí las leyendas de los hombres del mar,
salvados de naufragios por mágicas sirenas.
Ahora que me sacaste del pozo, ninfa buena,
¿Qué haré mañana, cuando te empiece a amar?