A toda acción le precede una elección (y luego una consecuencia, claro).
Constantemente elegimos. Utilizando la inteligencia, invadidos por emociones o sentimientos, y hasta por mera intuición.
De pie ante un abanico, desplegando exquisitas gamas de diversos colores, o arrodillados, entre apenas algunos escasos y sutiles grises.
Hasta elegimos a veces, con qué parte de nuestro cuerpo-ser vamos a elegir, haciendo el increíble esfuerzo de llevar toda nuestra atención, toda nuestra energía, hacia ese rinconcito, que nos agrade o desagrade, será en el encargado de dar el sí (o el no). Y claro, después llegan ellos, con estandartes para gratificarte y llenarte de gloria o con lanzas para atravesártelas desconsideradamente y estallarte el alma en incontables partes: “los efectos”. Deseados, adversos, los hay de todo tipo y para todos los gustos. Y para afrontarlos, disponemos también, por suerte, de un menú con cierta variedad de considerables “formas” que por supuesto tendremos libertad de optar.
Elegimos. Siempre. Incluso cuando “no elegimos”.