Bodegón urbano
Por viejas, las ciudades ya no duermen,
en ellas el estiércol se hace abono,
los muertos ya regresan en las flores
y las calles se repletan del vacío del tumulto.
Acaso ya no habrá cielos celestes
ni manos que tomar para que evites
que caigan las paredes en nosotros
o que, tras bien caer, podamos ver cuánto nos queda.
Por largas, las ventanas dan al mundo,
al tiempo de vagar por las estrellas,
a la sola conclusión de que es a solas
que todo se resuelve o se comienza en un abrazo.
Por altas, las miradas vagan serias,
buscando el vendaval que las libere de sus culpas,
buscando el horizonte en que tenderse en el descanso
y luego continuar con los hallazgos, cuenca adentro.
No existe la maldad, sino los hombres que caemos,
no existe el deshonor, sino la mancha en que te yergues
después de confesar que no has sabido cómo amarte,
después de renunciar a poseer lo ingobernable,
lo que no fue de ti, porque en tu hogar ni tú te hallabas.
Erramos sin valor, nos encontramos en la esquina
en que la libertad es un mal paso, en que la música
cesó pues no bailamos ni cantamos,
en que la gente se fue a casa, pues nosotros
a casa también vamos, cada uno
en su rincón habitando la ciudad del propio duelo.
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