José, como un Dios invisible, aparecía inevitablemente noche tras noche enredado a mis sueños. Hoy me despertó mi hijo pequeño un poco antes de las cinco: –“agüita papi”, me dijo. Me abracé a su pequeño cuerpo, el cuerpecito que tantas veces mi amigo exploró con sus delicadas manos de pediatra, para, luego, en un libro infantil de tapas blancas brillantes, trazar los percentiles, anotar las vacunaciones y los cambios en la dieta con los nuevos alimentos a introducir a medida que crecía. Los niños, todos sus niños, permanecían expectantes a la espera de que terminara de escribir y abriera uno de los cajones de su mesa, donde guardaba un viejo tren que había heredado de su padre , también médico, y levantara luego la sabanilla de una mesa contigua a la de exploración, donde ocultaba una estación de tren y unas vías; lo seguían con la mirada expectante viéndole colocar sobre las vías la máquina del tren y dos vagones enganchados a ella; era el momento en que les dejaba un mando del que emergía un botón azul , que, al pulsarlo, accionaba un resorte que hacía salir al andén, desde una pequeña casita pegada a la estación, una figura vestida de factor alzando una banderita roja hasta la mitad de su cuerpo. Era la señal que ponía en marcha la máquina antigua de carbón unida a dos vagones ,en cuyas ventanillas había dibujadas pequeñas cabecitas de niños. El tren recorría por tres veces el circuito ovalado de la vía y volvía a detenerse. —La próxima vez, les decía, hará un viaje más largo―. Luego, le daban un beso.
Después de darle agua, esperé a que se durmiera, viendo amanecer un nuevo día de septiembre con él entre mis brazos, mientras recordaba aquellas cabecitas dibujadas en las ventanillas de aquel tren ,que parecían asomarse a despedirse de José, y flotaba sobre mí ,nuestro último encuentro cuando fui a visitarle dos días antes de su muerte. Bullía en mi memoria su voz confusa por el dolor, la soledad y la morfina, junto a la lucidez de su mirada, con la que me transmitió la certeza del cercano final. Era la última parada de aquel tren de la ilusión para tantos niños, que ya no volverían a apretar más aquel pequeño botoncito azul.
Carlos, a José, mi amigo y de todos los niños.