Eliza jamás había sentido amor. Ella vivía en un llover permanente en el que las noches carecen de luna y los astros le dan la espalda dejando relucir su oscuridad. El amor era para ella una obra de arte, en el cual no podía ser más que una espectadora. Es el artista quien más sufre, él crea una habitación abstracta en la que se encuentran su talento y sus sentimientos más profundos y a partir de eso embellece la habitación ya sea con palabras, con imágenes, con sonidos o con pintura. El tiempo pasa y la obra y su creador se fusionan hasta reflejar por fin el incendio del alma. Sin embargo, llega el momento de dejar la habitación, de dar a luz, de desnudar su aura y prostituir su obra para así lograr que los otros se desnuden también. Todo cambia, la realidad devora lo abstracto y la habitación se cae a pedazos. Para Eliza eso era el amor, algo tan sublime en el cual el alma es artista y el cuerpo es su obra de arte; y después, cuando se consume, cuando la habitación se derrumba, la realidad muerde la piel, la vida se vuelve insípida, el alma duerme inerte y el cuerpo duele.