Te confieso cómo yo me enamoro y la metodología de mi amor precóz...
Comienza con un beso salido de la nada,
un beso espantado sin tregua alguna de lo que esté por avecinarse,
para atiborrarse luego de ideas vistas después como absurdas
pero llevadas a cabo sin precaria condolencia.
Es esto lo que nos dirige a las miradas trémulas,
aquellas que se intercambian con un dialogo diáfano, cabizbajo y enternecedor a los terceros.
En el estómago, cerca de donde se originan las náuseas,
de sus crisálidas revientan mariposas con alas enormes;
estorbando e impidiendo digerir lo que está sucediendo,
nos obligan a beber con más besos una saliva que apacigüe el revoloteo de las odiosas voladoras,
para así, caminar con el solfeo del armónico viento que produjo el instante ilícito,
al que le llamamos recuerdo meloso, recuerdo perpetuo.
Inexplicablemente, las mismas notas de la lira de nuestra canción favorita se tornan poderosamente pasionales,
hallamos todavía más glorioso al falsete del vocal y nuestra piel se pone chinita,
los espasmos nos llegan al alma, y la vida parece recompensar las penas con esta mísera canción.
Desgraciados todos, que no nos percatamos de los bellos momentos,
que le abrimos la puerta al miedo y nos jactamos de cobardes,
que nos destinamos al abismo sabiendo que este puede ser menos desastroso de lo que llega a parecer deseado,
y sin embargo no deseamos embarcar.
¿Por qué ver a los amados como si fuesen nuestros propios verdugos?
Vemos las escuálidas manos que sólo pueden sostener las hojas y las nubes,
como si en ellas encarnecidas tuviesen la guadaña que nos embistiera a una profunda soledad.
Así se va el encanto, no con el tiempo, ni con los tragos amargos que nos ofreció el ahora ajeno,
se nos va con la incertidumbre de un mañana sin porvenir, de la angustia y desesperanza,
de la resignación y la ignorancia.
Se nos va lo que parecía eterno por dar palazos a la tierra de nuestro propio entierro;
se nos va la vida, y a ellos, se les ama con recuerdos.