I
A ratos la miseria inunda la habitación en que duermo.
Cuando siento el peligro cerca de mi sangre
mi relincho se despliega como el de un caballo.
El verdugo en su sitial como un monje irrespetuoso me llama.
La soga va partiendo mi cuello de a poco.
Tardo mil años en morirme,
y al final no muero.
Camino lentamente con mi sueño para que no me atrapen.
II
Muy lejos de aquel día en que la garganta empuñaba un llanto viejo,
yo,
que soñaba con usanzas feroces,
busqué otros caminos en la tarde.
Sobre su último vestigio
la tristeza no sólo es palabra,
también un enojo abandonado por el mundo.
Apenas transiciones hacia aquel antiguo llamado.
III
Amor que fue socorro,
pertenencias secretas,
oscuridades decididas a permanecer intactas.
Ninguno va a mirar tus ojos como si fuera demasiado mirar.
Están hechos de apegos, pero también de certezas
que cortan puertas para que pase tu rostro al olvido.
G.C.
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