Al tercer día se levantó de la cama, el cuerpo le pesaba y los huesos le dolían, Mateo dormía y ella fue lo más silenciosa posible, no quería que la viera morir, aunque fuese desde un punto lejano. Caminó hasta que su cuerpo se derrumbó, sentía la tierra cálida, el olor a bosque y el sol penetraba los árboles que parecían tan lejanos de ella y se confundían con las nubes. Sus ojos por primera vez enfrentaron el sol, las hojas bailaban con la brisa de cada mañana, pero ese día parecía pasar todo más lento. No sentía las lágrimas que caían de sus ojos como lluvia tenue. No pensó más que en ese momento, en ese goce melancólico y de intensa felicidad. Por fin lo había entendido, la melancolía que tanto la había acechado en su vida era su manera de disfrutar momentos que son tan ordinarios, pero esconden una magia insoportable que nos derrumban en una felicidad tan intensa que termina en llanto. El sol se apagó en su mirada, su cuerpo se quedó inmóvil con la cara al cielo y las mejillas húmedas de lágrimas.
A lo lejos las aves cantaban, la luz se fue haciendo más espesa y el cielo cada vez más azul, las nubes se apartaron lento y las hojas de los árboles dejaron de bailar, el dulce viento había cesado, todo parecía estar quieto, los ojos de Eliza estaban fijos en el sol, su cuerpo descansaba en medio del paisaje, pero ella ya no existía.