Estoy bailando sobre el filo de una nube,
siento el viento cruzando entre mis manos
como mariposas,
me siento leve,
como pluma.
A lo lejos veo una gota de llovizna que cae,
precisa y delicada como lo que cruza por mi mente,
y de inmediato
doy un paso y estoy en tierra firme.
Al abrir los ojos siento como si el viento se hiciera cálido,
fijo mi mirada hacia el lado derecho de mi cuerpo
y encuentro que cerca a mis hombros hay un ángel,
uno con alas negras y piel de terciopelo,
con unos ojos que escupen fuego
y unas manos deliciosas al tacto,
unos labios como pétalos de rosa, perfumados y suaves,
y una voz incitante, semejante al canto de los ruiseñores.
He encontrado el paraíso, supongo,
uno prohibido y frecuentado de vez en cuando,
un refugio lo suficientemente perfecto
como para esperar hasta el amanecer el sosiego y la inquieta conjunción de un alma.
Con la piel en llamas y el tiempo congelado,
he deseado que el hielo y la lava se conjuguen,
que los otoños pongan hielo en las cornisas,
que la luna tenga sabor a chocolate,
que el camino al cielo esté constituido de llamas,
y que se fundan en mi piel por otro rato
las manos de aquel ángel de alas negras.