Era un viernes cualquiera de octubre.
Viajaba en la metropolitana romana. Exhorto estaba en mil pensamientos, mirando a través de la ventana.
En una de las paradas entró ella.
Me llamó poderosamente la atención.
Tendría unos treinta años. Cabellera larga, negra como el ébano más puro. Brillante y ligeramente ondulada.
Un vestido discreto, completamente negro, ceñido a su cuerpo que permitía apreciar su hermosa figura estilizada.
Una chaqueta roja que combinaba perfectamente con sus zapatos de tacón. Medias negras de nylon.
Caminó hacia mi persona mientras difuminaba su perfume, Chanel n.5. El mismo que usa mi amada, por eso y no por otra cosa lo reconocí.
Se sentó a pocos pasos de mí. A los pocos minutos comenzó a llorar en silencio. Una de esas situaciones que no sabes que hacer. ¿Acercarte?, ¿Preguntar?, ¿Hacer silencio? Opté por ésta última. Un silencio respetuoso, atento a lo que sucedía. Si era el caso me acercaría y ofrecería mi ayuda.
Mi scussi signore! – Escuché su voz dulce, melodiosa, que se dirigía hacia mi persona. Enseguida me di cuenta que no era italiana. Por el acento supe que era española o al menos hablaba español –
Si señorita, a sus órdenes – le dije perdiéndome en aquellos profundos y tiernos ojos grises que hacían un juego perfecto con sus cabellos oscuros y su rostro ovalado. No puedo negar que mi corazón comenzó a latir fuerte, mientras me recorría un escalofrío por la espina dorsal –
Ah.. ¿habla Ud. español? – me dijo mientras una lágrima recorría su tez de porcelana –
Sí señorita, soy venezolano – le dije en forma muy educada, respetado su dolor - .
No lograba mantener su mirada. Me ponía nervioso aquel par de ojos claros. Debo confesar que siempre, toda mi vida, los ojos claros me inquietan, no sé por qué.
¿Tiene Ud., por favor, un pañuelo? ¡Disculpe mi atrevimiento! ¿Quizás cosa piense de mí? Pensaba que traía conmigo, pero me equivoqué – díjome un poco avergonzada –
Sí señorita, tengo pañuelos de papel. No se preocupe. Son cosas que pueden suceder – le dije mientras del bolsillo de mi chaqueta saqué un paquete y se los di –
Extendió una mano y los tomó. Una mano muy cuidada. De un blanco puro con una uñas perfectas. Rojas como su bolso y su cartera. Imaginé que eran suaves como la seda.
Abrió el paquete de pañuelos, tomó uno y comenzó a limpiar sus lágrimas que comenzaron a ser abundantes, silenciosas.
Se detuvo la metropolitana y entró una señora la cual nos miró curiosa y sorprendida. Quizás habrá pensado que soy su marido y que la estaba haciendo sufrir. Que era una especie de monstruo maltratador de esos, que desgraciadamente abundan. Dejé de mirarla y me concentré en aquella misteriosa criatura que tenía cerca de mí.
Me mantuve en un silencio atento.
¡Qué extraña es la vida! – comenzó a hablar mientras fijaba su mirada en el suelo –
Es increíble como tu vida puede cambiar en cuestiones de segundos. Hoy estamos, mañana ¿Quién sabe? – tomó una pausa, suspiró y continuó - Vengo del médico. Un carcinoma conductual. Cáncer de mama. Metástasis. Me quedan tres semanas de vida, según el galeno.
Un frío desgarrador sentí por todo el cuerpo. Una sensación de impotencia ante tan impactante noticia. No sabía qué decir, qué hacer. Aquel ser hermoso, estaba muriendo poco a poco delante de mis ojos.
En un instante – continuó – he sentido como si el mundo se hundiera debajo mis pies. Siento un vacío dentro. Tantos planes. Tantas ilusiones. Soñaba con tener un hogar propio, un marido, hijos, una familia...¿Qué voy hacer ahora? No tengo ni idea. ¿Cómo decirle a mi padre sin causarle dolor?
¿Sabes? – dirigió su mirada hacia mí. Sentí una gran compasión por ella - mi madre murió de cáncer de mama. Mis hermanos me decían que no me descuidara, pero nunca les hice caso. En el fondo tenía miedo porque comenzaba a acusar alguna molestia. Ya cuando comenzó a aparecer un cierto dolor, me decidí a ir a un control y mira. Demasiado tarde... Tengo miedo a la muerte...
Instintivamente tomé sus manos entre las mías. Hay momentos en la vida que las palabras sobran y solo un gesto puede ser elocuente y cargado de sentido.
¡Lo siento! No sabes cuánto lo siento – fue lo único que le pude decir –
Ella sin más respuesta me abrazó fuerte. Pude sentir su dolor, su temor, su desilusión. Estuvimos abrazamos por un tiempo, ajenos a todo lo que nos rodeaba. Para mí solo existíamos ella y yo. Ella con su dolor. Dolor que había hecho mío. Dos extraños en la “línea A” de la metropolitana de Roma.
¡Gracias! quien quiera que tu seas – me dijo mientras se separaba de mí – me siento más aliviada al hablar contigo. Ya lo siento haberte cargado con todo esto.
Gracias a ti por tu confianza. – le dije en forma espontánea - Ya lo siento de veras. Ten fuerza y no te encierres en ti misma. Busca a alguien en quien confiar y háblale. Te doy mi número de teléfono y hablamos si quieres.
No es necesario – me dijo – hay batallas que hay que combatir solos. No creo en Dios, pero si existe, ora a él por mí.
Después de haberme dado un beso en la mejilla, se levantó. Salió del vagón y entre la multitud desapareció.
Al salir de la estación me fui caminando a casa. Me sentía como perdido. Aquel encuentro me había marcado. No llegué a saber ni su nombre, ¿Quien era? ¿Qué hacía en su vida? Nada. La chica Chanel n. 5. Un ser humano, una hermosa creatura que apareció en mi vida, que en aquel instante solamente quería ser escuchada, sentida, comprendida, amada….
La ermita cercana a casa estaba abierta. Retumbó en mi cabeza su frase: “No creo en Dios, pero si existe, ora a él por mí” Entré y me arrodillé delante del crucifijo románico que la presidía. Repasé cada momento vivido, era mi manera de poner a los pies de aquel crucifijo a aquella muchacha. Después hice silencio, no pregunté, no expresé, solo silencio. No sé por cuanto tiempo estuve así. El misterio de la existencia y de la muerte. Efímera la vida. Todo puede cambiar en un segundo. ¿Estoy preparado? ¿Se llega a estar realmente preparado?
Lento me levanté, me santigüé y salí de aquel templo.
Aún hoy me pregunto que pasaría con la chica Chanel n. 5.