Y un día comprendes que la gravedad del tiempo va más allá de las escalas
que la vida va más allá de la muerte y de las personas que conoces en el camino
que el dolor es más alguien que un síntoma.
Y la gente te mira raro. Y qué sabrán ellos de esas ganas de vomitar todo lo que llevas dañino por dentro.
Y que, irónicamente, algunas noches ha sido tu salvavidas.
Te das cuenta de quién te da la mano y quién se está yendo para siempre.
Y te escuchas como el sonido que causan las cosas viejas y que a la primera caricia se rompen.
Porque incluso las cosas siguen el ciclo que sigue la vida: van envejeciendo al ritmo de cómo las tratas.
Y llega un día en que ya no dan para más y se vienen abajo a mitad de un atardecer.
Entonces perdonas a los que se marcharon sin hacer ruido
porque esta vez eres tú quien entiende que a veces consume más quedarse donde ya no cabes.
Porque también hay que florecer en otras personas, en otros sitios.
Mostrarles nuestros colores bonitos y dejar de ser alguien que lleva una vida marchita.
Hay que ser cobarde para no irse cuando es el momento. Cuando es la hora de ir sin mirar atrás.
Te sientas al borde del precipicio a escuchar cómo tu voz está cansada.
Y sientes el agobio de sólo respirar y ver la vida pasar frente a ti.
La vida es un eco: al final, desaparece.
Vienes, te vas. Te quedas quieto por un instante a apreciar todo lo que un día fue el motivo de tus sonrisas.
Y lloras amargamente mientras un destello de luz cae sobre ti. Y sientes una eterna paz.
Y al final del día, mentira una canción triste se reproduce en un bar cercano, dices:
“Este ha sido el viaje más triste que viviré jamás”. Le suspiras a la vida. Cierras las cortinas.
Y nadie sabe qué pasa en esa habitación siempre que el día termina y te sientas al borde de la cama a sumergirte entre la oscuridad.
- Benjamín Gris