Yo no usé mi chamuyo,
mi verba irresistible.
No realicé la típica conquista
consistente en atacar a tus baluartes
y rendirlos con la fuerza de mi rollo
utilizando mi voz de Barry White.
Vos no usaste conmigo
tu clara seducción incomparable,
la omnipotencia de tus ojos buenos,
la curva que dibuja tu cintura,
la punta de tu lengua, apareciendo
entre las dos riberas de tu boca.
No jugamos el juego
pequeño y delicioso
de corrernos y alcanzarnos mutuamente
de escondernos del otro y encontrarnos
y también, por qué no, de histeriquearnos,
al menos un poquito.
No hicimos lo posible.
Jugamos a jugar contra los momios.
A celebrar el acto cotidiano
de emocionarse, reírse, y sorprenderse,
al leer unas líneas enigmáticas
hechas de luces y también de sombras
en la pantalla de una computadora.
Jugamos el juego de necesitarse,
de sentir imprescindible la presencia
del otro por que el día se complete.
Jugamos a rendirse a lo forzoso.
A no evitar el acto inapelable
y necesario, tal vez, de enamorarse
sin red ni garantías, ni defensas,
porque bajamos el juego de un principio,
jugamos con las cartas en la mesa,
como un par de fulleros fracasados.
Y en este juego que jugamos mal
los dos perdimos. O los dos ganamos.
Pues, ¿Quién quiere mentir un vale cuatro
con un seis y dos cincos en la mano?
Yo prefiero rendirme a tu insolencia,
a tu arrebato de sonrisa franca,
a tu periódica sabiduría,
a tu desfachatez irreverente,
a tu dulzura consuetudinaria,
a tus tiernos whatsapp madrugadores,
a tu conversación interesante,
al brillo incomparable de tus ojos,
al cálido contacto de tus labios.
A tu amor, Carolina. A tu pujante,
arrollador, intenso, inquebrantable,
irresistible, huracanado, ciego,
impetuoso, invencible y bello amor.