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Perro Viejo (Cuento).

A Luis,

el más grande de los Saldañas.

 

Sus ojos se abrieron a las tres de la mañana y una diminuta, débil y escasa energía, como agua de lluvia que pasa por el riachuelo, recorrió todo su cuerpo. Sabía que era hora de levantarse. Una pequeña rigidez actuaba al movimiento en que sus delicados y flacos brazos se desplazaban despacio y en silencio por su colchón. Un crujir se escuchaba dentro de él. Era su columna tratando de hacer tal vez un último esfuerzo por levantarse. Con las piernas al borde de la cama observó a su alrededor con sus cristalinos, cansados y casi ciegos ojos toda su recámara; era lo único que le quedaba. Una habitación fría, desolada, llena de polvo. Con una vieja mecedora que a simple vista se podría saber que estaba desgastada; un pequeño librero con algunas cartas viejas convertidas en basura y sólo ocho libros leídos ya más de 3 veces cada uno o al menos, eso recordaba él. 

Miró a todos lados, se rascó la nuca, y con un bostezo decidió levantarse con las pocas fuerzas que (pensaba él) le quedaban ya para ese día. Era el sexto día de abril, era su cumpleaños número ochenta. Tal vez su último cumpleaños, pero él no lo recordaba, nadie lo hacía realmente. Sus dos hijos habían muerto antes que él y sus nietos no tenían tiempo para ocuparse de un viejo que apenas podía ponerse los zapatos o levantarse de su cama. Sólo le quedaban sus pocas pertenencias, y uno que otro recuerdo roto que se llevaría a la tumba.

Se levantó, caminó arrastrando uno de sus pies, y acercándose su espejo, observó a un hombre viejo, sucio, con algunos plateados cabellos en su nuca. Pequeñas varices en el cuello. Y una cicatriz en su pecho, como resultado de dos operaciones a corazón abierto. Sí, ese era él. Ya no era el hombre de antes, ya no tenía esa fuerza de la cual tanto alardeaba, ni siquiera tenía dientes, sólo unos cuantos. Sus brazos ahora eran fofos y la artritis había sometido a sus manos. Todos los días se miraba al espejo, todos los días se daba cuenta de que estaba viejo, obsoleto e inútil.

A lado de su espejo estaba una fotografía de una mujer, tenía más por la habitación, pero la mayoría estaban guardadas debajo de la cama, en una caja y a él ya no le quedaban  fuerzas para agacharse ni mucho menos para coger un objeto pesado. Sólo tenía esa pequeña foto de aquella  mujer de ojos tan verdes como las copas de los árboles y cabello café como la madera de los mismos. Unos labios rosas, finos, de los cuales nacía una pequeña y hermosa sonrisa. ¿Era la foto de su amada? ¿De su madre? ¿Hija? Ya no lo recordaba. Su sola imagen dejó de evocar a su memoria tantos instantes junto a ella, tantas caricias, besos, días, risas, lágrimas, atardeceres. La mujer de aquella imagen dejó de ser un sinfín de momentos. Él  perdió la memoria, y al hacerlo la perdió a ella. Inició con su cumpleaños, después su nombre y al final terminó borrándola por completo de su mente, ahora,  al ver la foto, instintivamente una felicidad forma parte de él. Pero él no recuerda el por qué. Sólo hay algo peor que la muerte y es el no recordar haber estado vivo.

Tomó del estante dos pastillas que había en un pañuelo y las tragó. Ingirió esas pequeñas dos que le provocaban un dolor punzante al pasar por su garganta. Comparado a levantarse, tomar sus medicamentos era la parte más difícil del día. Dejó de pensar en el dolor y el amargo sabor que éstas le causaban y se dispuso a pensar en lo que haría hoy. Tal vez salir a la calle, ir a la iglesia, leer el periódico, quejarse del gobierno de el cual de joven decía que cambiaría pero al final no hizo nada. Pensaba en hacer algo, sin embargo, sus piernas no podía caminar más allá de lo que él quisiera, apenas lo soportaban. Decidió que era mejor volver a la cama, recostarse, y esperar un nuevo día hasta quedarse dormido.

Al intentar volver a su aposento, uno de sus pies lo traicionó, y la coordinación no pudo lograr que su cuerpo se mantuviese en equilibrio. Intentó sujetarse del mueble donde se encontraba el espejo, de la cabecera de la cama, pero no pudo. Cayó al suelo. Una vez ahí cerró los ojos y sintió un nudo en la garganta. Sabía que le iba a costar levantarse. Extendió los brazos y el derecho terminó debajo de la cama. Mientras lo movía de arriba hacia abajo, sintiendo el polvo y la basura que ahí se encontraban, su manó chocó con un objeto y lo tiró. Abrió los ojos y volteó a verlo; era un frasco. Lo tomó con sus delgados dedos y lo analizó. Era un pequeño frasco de perfume, con apenas un poco de líquido. No recordaba el cómo ni el porqué estaba eso ahí, así que decidió levantarse para hacer memoria.

Una vez terminada la difícil empresa de ponerse en pie, y sentarse en un costado de su cama, observó de nuevo el frasco y lo rotaba para acordarse de quién era. Pero por más que intentaba, no lograba recordar nada referente a él. Habiendo entonces fracasado decidió abrirlo. Se acercó aquel recipiente a la nariz e inhaló. No era un olor extravagante ni mucho menos sutil. Era una mezcla sencilla de vainillas y coco. Una fragancia simple y dulce. Justo como el que utilizaba Valeria el día de la boda… De repente se exaltó.

Valeria, así se llamaba ella. La chica de la fotografía. La mujer de su vida. Su esposa. Inspiró de nuevo el perfume y recordó cuando ella le dijo “Sí, acepto” en la gran roca, cerca del viejo árbol donde se dieron su primer beso, cuando eran más jóvenes. De nueva cuenta respiró la fragancia y recordó aquel domingo de enero, cuando los rayos de sol entraban por la ventana y caían sobre el cabello de ella, recostada en la cama. Y él la besaba porque el día era perfecto como ella, porque sabía que iba a ser padre, porque la amaba apasionadamente.

Habiendo pues, inhalado unas cuantas veces de aquel dulce aroma, se recostó, unas lágrimas recorrieron sus mejillas. Sonrió. Cerró los ojos. Y nunca más los volvió a abrir.

Fin