En la palma de sus manos podía sentirse la rudeza de la vida,
día tras día, chiquititas como dos pimpollos, sangraban su ira;
maltratadas por los soplos injustos, siempre por la arremetida
ese par de muñecas que habían sentido el dolor de la asfixia.
Hubo una vez un hombre que les prometió una nueva acogida
pero ese sueño duro lo que tarda en caer una hoja hacia la pira;
sin embargo, las manos conservaron su estampa de no abatida
con la ilusión de que otras manos sentirían el calor de su lira.
De tanto esperar, la luz se hizo enmendándolas de esas caídas;
los brazos de un ángel divino las arrulló formando una espira
llena de amor y de comprensión, lleno de fulgor y de alegría:
así esas manitos jamás volverán a conocer la triste mentira.