Me reí del árbol que no crecía,
creí que no era real, que era de mentira.
Hojas secas, resbalosas;
tronco de cristal, nada asombrosa.
A diario lo veía, plantado en mi jardín;
crecí junto a él, lo llamaba Caín.
Es tan absurdo ponerle nombre a un árbol.
No lo cuidé como debía, no puedo negarlo.
Aquel árbol, tan chiquito y sin gracia,
me escuchaba en los días de desgracia;
cuando hablaba en silencio, cuando hablaba con tinta,
cuando hablaba en papel y borraba con cinta.
Siempre me cubría del sol, me refrescaba la cordura,
hasta me respondía, al compás del viento, con ternura.
Fue testigo, el primero en saber, de mi primer amor;
me aconsejaba que hacer cada vez que tenía temor.
Estúpido árbol; me dijiste, entre hojas, que siempre me ayudarías.
Hoy ya no estás, es la despedida, ¿a quién le contaré mis tonterías?
Tal vez no eras el más frondoso ni el más especial,
pero por dentro no tenías igual.
Eras el único árbol con pies y manos que he conocido,
sin ti no sería quien soy, de mi mismo me habría perdido.
Gracias por el tiempo que pasaste conmigo;
querido árbol, querido vecino, mi más querido amigo.