Miles de alas rotas,
digeridas por el terciopelo gutural,
voltearon su plumaje de oro y cenizas
hasta que consiguieron transformarse
en un desplante celestial.
Cual sarcófago
de corazones insurrectos
me vi debilitado por el viento
y enseguida supe que la caída
seria ineludible.
Dioses de mármol
retumban dentro de los cerebros opacos,
al lado de los hombres –aparentemente-
respetables.
El calor de la injusticia
siempre logra fragmentar el hielo,
y es por ello que jamás olvidaré
cuando en mi cielo llegó la calima
con su ejército de egos.
Y ahora (sobre)vivo en un desierto
donde sólo echo de menos la virtud
de poder fallecer sin luces rojas
ni engaños generacionales.