Cerrar los ojos
y perderme en mis adentros,
viajar por mi alma encapotada,
sobrevolar entre los sueños perdidos
aterrizar en la isla de la esperanza.
Explorar la selva del inconsciente,
escuchar a las aves que trinan
con el tono de voces conocidas,
caminar por los senderos andados.
Oler y aspirar los aromas de la felicidad,
que saben dulces y reposados…
y dejan en mi boca su esencia
que me transporta en el tiempo.
Sentir la vida,
de mi corazón volcán
que se mantiene en ebullición,
con su lava inquieta y ardiente
aguardando la explosión,
esperando el temblor
el momento de la erupción.
El instante en que recubrirá
todo su alrededor de calor
de furia, de fuego,
de naturaleza libre y salvaje.
Llegar hasta el ojo de agua
donde yace una noria oxidada
que dejó de funcionar
cuando me negué a regar
con lagrimas mi rostro
y dejar en evidencia
el dolor, la amargura
el coraje y frustración.
Contemplar el suelo seco
cubierto de humus,
desprovisto de agua
pero no muerto,
porque aun posee indicios de vida.
Dormir en la hamaca
de los brazos amados.
Arrullarme con el viento
cargado de brisa salada,
que juega con mi cabello
y hace chocar en mi rostro
diminutas arenas,
costras de cicatrices
que se van desprendiendo a pedazos
porque las heridas han sanado.
Beber, beber agua hasta saciar la sed,
hasta acabar con lo reseco de los labios,
el sabor amargo de la boca y el aliento a muerto.
Sentir la frescura de la vida, los poros abiertos,
abrir los brazos y extenderlos al cielo,
ver por un instante al sol de frente
y con los parpados cerrados
contemplar destellos de colores.
Viajar… con tan solo cerrar los ojos.