Última percepción de la nada
No hay mar, ni sombra,
ni claveles negros para
un funeral en ti.
Digo esto, porque
sos fugitiva de
cielos infinitos, de
cartas sin firma alguna,
de promesas tan huérfanas de padre, y hasta
de amores dispersos en cada crepúsculo.
En
la ventana te veo,
veo tus muecas, veo mi miedo.
Te bañas en lamentos para soñar
con dulces de menta y gorriones que
cantan
en un febrero, que la
falda corta se ha puesto.
No duermas más, amor mío,
no llores más,
que el corazón se te oxida de a poco
en cada llanto, en
lágrimas ofuscadas de penas
caídas en baldosas
frías.
Y te veo
(todavía llevas esa,
blusa que has comprado
en Sebastopol, en
una tienda con vidrios
que trizan un
fondo blanco de pupilas
dilatadas) que miras
mirándonos y,
con ello el diario, que habla
en la muerte derramada
en vino, con la soga
siendo el centro sin
armar la trama.
Alguien
que posa una mano
servil, sobre tu cabeza
circula el humo, los claveles
se ennegrecen,
el cigarrillo que ora por apagarse, en
una, en dos bocas, en dueños sin alma
que tu muerte ha saqueado
en un menú mal servido.
No llores más, amor mío,
que las penas se ahogan, sin decir
más que murmullos,
inútiles,
allá en la niebla bajo ataúdes.