En el centro de Jalisco las personas llevan pintadas unas líneas imaginarias a la mitad de sus ropas. Unos dicen que es el ejercicio diario de la rutina, otros sus pasos de estrategia buscando otra salida. Caminan como militares y choco de frente contra ellos. Hay millones de estas personas. Unos compran libros en la librería, ancianos pintan, los niños gritan; las mujeres en grupo salen a tomar café en una cafetería bohemia donde una garganta vuela con un flamenco vago y pegajoso. Pertenesco a la cantinela de la mujer sentada en el centro de todo el mundo. Pero esas líneas me desvisten y quieren pintar en mi rostro, me fracturan la nariz, usan mis dientes como palas para desenterrarse ellos mismos y escapar de si mismos. El estrés y el suicidio como entes ontológicos abruman los tobillos frágiles del vagabundo sentado cerca de la fuente. Hay un gas verdoso, lamoso mejor dicho compitiendo con el oxígeno, matando dispares moléculas. Tomo el colectivo de regreso a casa, pinto mi línea, me baño, le llamo a Lupita para salir al cine, llueve a chorros, dormimos juntos, despierto sin ella.