En esta mañana fresca de enero izo de nuevo la velas de mi escritura.
El viento suave de la musa me conduce hacia las aguas profundas de la inspiración.
He querido extrañar, sí, extrañar la escritura, el teclado, mis amigos y amigas del alma, mis lectores. He alimentado en cada amanecer el deseo de escribir, reprimiéndolo, para que el hambre de ésta creciera y me devorara, dejando el fresco ardor de su deseo, de su anhelo intenso.
He leído historias, novelas, cuentos que me permitieron volar alto, soñar con los ojos abiertos, cantar con la voz del silencio y adentrarme en las entrañas de mi ser profundo.
Personajes variopintos se entrecruzaron en mi mente implorándome darles vida. Viví y morí; amé y sufrí; sentí y padecí; corrí y me perdí en el bosque encantado del estro.
He bebido de la copa del amor, con mis manos temblorosas la sostuve y a diario degusté su dulce néctar. Sus manos me acariciaron, sus labios me besaron, su aliento arropó, acunó, mi desnudo, débil y ardiente cuerpo. Caminamos juntos sostenidos de la mano, fantaseamos acerca del futuro. Nuestras huellas, en la playa desierta, las fue borrando el constante oleaje dándonos deseos de eternidad.
Ayer miraba por la ventanilla mientras el avión surcaba los cielos. Me desvanecí en cada nube que contemplé, en las montañas sin fin, en el mar inmenso, en el sol que se ocultaba al horizonte. Sin darme cuenta una lágrima rodó por mi mejilla haciéndome regresar a la realidad, a mi realidad.
Aquí me encuentro de nuevo. Sentado estoy frente a mi computador mientras escribo. Las dulces notas de una melodía del grande “Ludovico Einaudi” invade el ambiente, arrullándome; una vela encendida se mueve al compás del tenue viento esparciendo su fresco aroma, acompañándome; respiro, me dejo llevar y escribo, te escribo, vivo...