Alguna vez existió una florecilla;
era muestra de
fragilidad,
hermosura,
belleza,
y lindura.
A simple vista era perfecta.
Compañera de la comercial perfección,
de la fría igualdad,
de la bella semejanza a los demás,
de la sublimidad de lo común.
Era igual a las demás florecillas:
repleta de perfección, falsa,
y hermosura.
Un día decidió no ser igual,
vivir de la diferencia,
soportando la indiferencia
de las miradas
que las demás florecillas
le podrían regalar.
Fue desechada,
tirada de su columpio;
cayó de aquel árbol,
el árbol en donde jugaba.
Se marchitó, logró ser diferente.
La florecilla terminó,
de color cambió.
Abrazaba el suelo,
miraba al cielo,
el aire la movía
al compás del viento.
Se dio mil golpes
al caer de nuevo al suelo,
todo por ser desigual;
por despegarse del árbol de lo general,
de lo común,
de perfección sin lugar.
Triste pero feliz,
contenta pero decepcionada;
de dejar lo que conocía,
de que todos la rechazaban.
La encontré
tirada en el patio de mi casa,
entre mis agujetas papaloteaba,
la miré y vi
su felicidad llena de tristeza.
Eres perfecta
pequeña florecilla,
marchita y decolorada,
diferente y desigual,
fea y hermosa.
Pequeña florecilla,
la perfección es lo diferente,
la perfección está fuera de lo común.
No eres perfecta como las demás,
no eres la perfección que artistas buscan dibujar,
la perfección que los poetas quieren plasmar,
que los cantantes quieren alabar.
Alejada de la belleza,
alejada de la hermosura
que ven los ojos al pasar.
No eres perfecta, pues no eres igual.
Para mi mirada
eres imperfecta;
pero, para mi alma
eres magnifica,
eres perfecta.
Pequeña florecilla
imperfectamente perfecta.