De letra por letra
Cuando escribes un poema, desgastas con sinceridad palabras que en alma
hubieran sido quemadas a fuego lento con vodka barato, que los ojos vomitarían
a propósito. Piensas en cada coma mal puesta y en los versos que no sabes si alguna
vez serán leídos, y en el rostro acongojado de chicas con rubores, de esas
que dan besos en la mejilla.
Te detienes y borras. El costado de la hoja se hincha de tinta (¿Azul o negra?)
y tu ahí preocupado por la enajenación ubicada en la boca de otra amante. Nunca
que hablas de pagar el alquiler, ni que se enoje del viejo del subsuelo, ni aunque
te tirara el par de zapatos por la ventana. Menuda cólera.
Y al final, en el último aliento, quedas con una mirada soberbia en el papel. Yo aquí y tu
ahí, intercambiando miradas, mirándome sin mirar o mirando las luciérnagas transparentadas
con estrellas, esa escena de verlas mientras haces un bollo con todo el abecedario
y muchas intenciones de un lindo poema.