Hay una especie de dioses que hoy en día reconocemos extrañamente, estas deidades son las armas y las copas. Si mi memoria no falla, recuerdo que las fiestas peculiares de los pueblos están por encima de cualquier culto, y son el artífice principal del homicidio que se comete en contra del aburrimiento que carga el vulgo molesto y apresurado. La naturaleza masculina que llevo en los bolsillos es la evidencia de que de vez en cuando el abismo de mi ser es iluminado por algunas vanidades que fingen ser diafanidad; hablo de estas cosas en desorden porque he venido a eso, a reclamar las antiguas ideas que caen en el olvido, deseo que quien lea estas palabras comparta por unos instantes conmigo esta ráfaga de sentencias que me sumergen en un estado casi de embriaguez o locura.
Es posible que la multitud entre la que me he confundido halla con sus ambiciones perforado alguno de mis manuscritos en los que se dicta aquella memoria a la que tenazmente me aferro con ridícula y enorme obsesión. Por conocer las razones del sufrimiento ajeno pasaba ordinariamente todo el día rectificando el cimiento de la justicia contemporánea y antigua, aunque en el pecho de mil criaturas haya engendrado distintas formas de valor y voluntad, sé que no puede haber un gran sentimiento sin haber sido precedido de una terrible angustia o soledad. Yo era casi feliz, y he dicho casi porque no sabia lo que había dicho anteriormente. Realmente si el hombre no valora sus desventuras jamás conseguirá la satisfacción.
La naturaleza primitiva contiene esos misterios esenciales ante los que tiemblo de horror, eso pienso al ver el enorme monstruo de asfalto que ha coronado con un sospechoso júbilo a la multitud: Hablo de las iglesias. ¡Como nos encantan con fanfarria, con dictámenes que cerraran para siempre el resto de posibilidades! Veo cómo el oro es el medicamento de tantos, necesidad morbosa que no lleva a nada; es aquel taciturno mérito que alegra, causando grandes contradicciones. No obstante este mamarracho injurioso ha llegado al mundo con la apariencia de las ciudades. Algunos fingen que las comprenden y sostienen sus argumentos en las terrazas de los templos, las llagas en la piel son populares, la muerte escuchando el rumor de las tumbas, mendigos esperando alimentos tibios todo el bendito día se transforma en un abrir y cerrar de ojos, con la sensación de repugnancia y falta de dignidad. Hay malvadas madres que llevan a sus retoños a la eucaristía, después del desayuno, todos vienen perfumados y con el aliento sanado a reclamar a Dios el amplio repertorio de sueños, esperanzas y vagos ideales; unos minutos más tarde nadarán en sudor cuando el obispo les hable de paz y comunión; estarán forzados a reformar sus tugurios diez mil veces hasta que luzcan como palacios, pero de lo que jamás podrán escapar será del aspecto de su alma, podrán aparecer muy bien vestidos y vivir en celdas de oro, podrán galopar de plegaria en plegaria hasta atiborrar sus madrigueras de bondad y piedad, pero ¿cuál es el crimen que cometen estos hombres? Su lógica conclusión ante cualquier muestra de confusión es alzar el mentón y juntar las manos para orar e implorar al oído del Espíritu Santo, olvidando que su soledad se arrastra a cuestas de la sed y el hambre que cargan a causa de la desesperación por la eterna compañía. La mayoría de los que componen la multitud no han aprendido a estar solitarios. ¡Ah!, la enorme desesperación por obtener riquezas, lo más despreciable es que aparentan estar enterados de todo: Por esta sencilla razón admiro tanto a Sócrates, y lo cito: “Lo más probable es que ninguno de los dos sepamos nada digno de mención, pero, mientras que él se piensa que sí sabe, cuando no sabe, yo, como no sé, no lo pienso. Parece, pues, que, aunque sólo sea por este matiz, soy más sabio que él, porque no creo saber lo que no sé”.
¡Ay¡, detesto a aquellos hombres que sólo pueden estar donde el beneficio abunda como el viento, ¡es cierto!, he estado pensando demasiado, después de tanto reflexionar sobre los actos y las raíces de la humanidad, sé que los pilares del cielo son los sueños de los hombres. Sé que Dios, aquel arcano escondido tras la diafanidad de los cielos ha estado deparando para nosotros un mágico poder. Afuera, en la terraza de los templos la caridad teje aventuras a favor de la tristeza, ¡ah…! Y los aldeanos, ¡cómo sufren por conseguir un pan, y un rincón de cielo, y un juicio apacible que no los haga dilatar sus almas frágiles!
Salve Él a todos ellos. El aire se hace poco liviano, el mundo se achicharra abajo, se hace cenizas de una pipa desconocida, y me acerco a un charco para beber, porque cargo una sed de hace siglos, y cuando veo mi rostro me sorprendo, me horrorizo, ¡ah!, cómo quisiera sumergirme en él, cual Narciso, y vivir el indiscutible salto de la belleza, y besar sus labios resecos por el frio que carga la noche en sus omoplatos oscurecidos, ¡ay!, éstos son simples fantasmas que vienen a mí, como diez mil sombras persiguiendo un sólo cuerpo, soy un esclavo. ¿Cómo pude pensar tantas veces en esas penas ajenas y olvidar las mías?; ¿cómo pude ser tan descuidado? Ahora tendré que volver a perderme entre el gentío, tendré que redimir mis viejas causas, sacarlas del vientre de Febo, radiante Dios quimérico, iré a coronar mis musas al Parnaso, a jugar también con sus esferas azules, el baluarte de las penas y los llantos. ¡Oh, santo cielo!, estas máquinas de hierro aseguran el frenesí, con tanta locura y sus motores alzando ruidos enormes, ¿a dónde ir?, ¿al ballet?, ¿a la biblioteca?, a revisar infinidad de textos, a llorar con los distintos versos de Ovidio, a desenamorarme del mundo porque tanto daño me ha causado en mi joven esperanza de ver aflorar los mil jardines, de ver las adormideras trepar la coraza de los gigantes.
Zuga Zucchini