Mispoes

Siluetas y ruido

 

        Como todos los días de regreso del trabajo me detuve en la pequeña tienda del barrio para comprar un cigarro. Golpeé la baranda con el candado que colgaba que fungía como campanilla. Esperé un momento mientras alguien venía a atenderme e intenté distinguir los productos que atiborraban el pequeño local, apenas un agujero permitía ver las estanterías repletas e iluminadas por un pequeño foco de 25 watts. Sentí claustrofobia incluso sin estar allí dentro e imaginé una escena de liberación al comprar el pequeño e indefenso cigarro que sería tirado de esa cueva de consumo. El redondo rostro del muchacho se apareció en el agujero, su piel amarillenta y sus ojos entrecerrados me vieron fijamente o eso creo. Era difícil distinguir sus rasgos a contra luz, la poca luz formaba un círculo alrededor de su silueta, una suerte de nimbo opaco, y lo imaginé reinando en aquel lugar como una imagen gloriosa o quizá patética. No dijo una sola palabra como acostumbraba y volviendo de mi distracción me incliné para quedar frente a frente aunque no lo vi a los ojos y pedí mi cigarro, no era necesario decir más, él sabía perfectamente de cuál yo compraba. Escuché el sonido del paquete rasgándose y sin más colocó el cigarro sobre el mostrador. No conseguí no pensar en eso que pensaba todo las noches que repetíamos aquel ritual superficial. Me preguntaba cada noche por qué aquel muchacho no pronunciaba una sola palabra. Las primeras veces que fui a esa tienda pensaba que era mudo y no profundicé más.

       Una de tantas noches mientras rasgaba el paquete en silencio, la voz de una mujer mayor atravesó el espacio entre tantos productos sin que yo fuera de la tienda llegase a comprender lo que dijo, lo vi fijamente esperando una reacción y apenas articuló en un tono casi inaudible un “Sí” perfecto. Un sí profundo y suficiente, un sí que era casi imposible de escuchar con los oídos y que era necesario activar todos los sentidos para comprenderlo, pero yo estaba tan atento que lo escuché retumbar en mis oídos. Me sentí traicionado, como si algo realmente importante hubiese acontecido. Pensé en todas las palabras que pudiesen haber sido intercambiadas y que él había evitado. Seguí caminando hacía mi casa cabizbajo, pensando en cientos de posibilidades y razones. Pensé en eso durante varias noches que volvía a la tienda y en una de tantas un pensamiento llegó como ungüento sobre mi indignación. ¿Acaso él joven muchacho del que no sabía nada tendría obligación de alimentar mi deseo ridículo de socialización? La respuesta me la di a mí mismo. Nadie tenía esa obligación y nadie lo hacía en esa enorme ciudad. Apenas miradas se cruzaban, miradas que no miraban, gestos que no llegaban a ser una sonrisa, manos rozándose por accidente en el metro y palabras genéricas era lo que había. ¿Qué podría hacer de aquel momento algo especial? Si no era más que un negocio, un intercambio de un objeto por algo de dinero. Para él no significaba nada darme un cigarro que le daba a decenas de personas con el mismo gesto, para mí tal vez tenía valor, calmaba mi ansiedad que era alimentada por la contaminación de la ciudad y el ruido de las máquinas. No tenía valor ninguno aquel intercambio, aquel negocio, un simple contrato que tal vez solo me incluía en estadísticas fatalistas o me hacía un decimal casi inexistente en la creciente economía. Esa noche no lo vi a los ojos, me pareció inútil; tomé la determinación de no hacerlo más. Seguí mi camino hacia mi casa conforme, como lo había hecho desde el día que lo entendí, sabía que pronto esos pensamientos saldrían de mí. Caminé todavía acostumbrándome a no ver los rostros de las personas que pasaban a mi lado como lo hacía antes y comencé a dejar de ver personas y entonces comencé a ver siluetas. Y reparé en que las voces de las siluetas, los relatos cortos en el metro, las risas de los niños ya no eran más que ruido.

 

—Bárbara Barrientos