Mis once años, fueron una puerta misteriosa entreabierta al resto de mi vida. Así lo sentía, casi sin saberlo, a esa altura de la vida uno no tiene conciencia de la importancia de los acontecimientos.
Recuerdo que no hacía demasiado calor y mi barrio, tenía una frondosa arboleda, que construía un túnel al juntarse las ramas en lo alto. Esto y los edificios altos, hacían del lugar generoso de penumbras, que desataban mi incipiente posibilidad de comprender la vida.
Con mis amigos, hablábamos del carnaval, sus disfraces y el corso que esa noche pasará justo en nuestra esquina.
En casa, las cosas no andaban bien, mi padre ya enfermo, había cerrado su consultorio y se había refugiado en si mismo, cercado por los que yo suponía fuertes dolores.
Mis hermanos adolescentes, cada uno tenía sus urgencias, el mayor una hermosa novia y el segundo un profunda pasión por el ajedrez.
Mi madre, puesta en capitán de hecho, manejaba el barco con pericia, sabiendo que ya se había encallado.
Cuando llegué, Mamá estaba cocinando el almuerzo y escuchó mis inquietudes con gesto preocupado, eso me había parecido.
En un punto, probando el sabor de la salsa, me pregunto que tipo de disfraz quería. Yo no había pensado eso y me encontré con un verdadero problema, pues ya comprendía que no teníamos dinero para comprar ese disfraz de pirata que había visto en un amigo del segundo piso.
Pensé en la nada, sabiendo que todo estaba perdido y vería el corso, desde el balcón. Mamá, si me disfrazo de fantasma, nadie me vería, si así lo quisiera, hasta podría aparecer a media altura, asustándolos con un feo ulular.
Mi madre, dejo los cacharros, sentándose limpió sus manos en el delantal y me miró un instante sin saber qué decir.
En un instante, se iluminó su rostro y me dijo, tengo una sábana blanca del ajuar, es justo lo que necesitamos para hacer el disfraz.
Por la tarde se puso a cortar dos agujeros para los ojos, cosió una tira que cerraba por el cuello y luego cosió un par de guantes y medias en lugares lógicos del ruedo.
Se hizo de noche y me puse el disfraz de fantasma, no lo podía creer, frente al espejo veía al fantasma y tras de mí, a mi padre sentado en el sillón, a mi madre con expresión de felicidad cansada, diciéndome de los cuidados que debía tener entre el gentío. Mi padre solo me dijo, en dos horas, estás acá.
En el ascensor, fui ensayando poses aterrorizantes..., pero siempre veía el brillo de mis ojos, pensé como luciría sin ellos, solo dos agujeros vacíos. No podría ver, tropezaría y lo que es peor, no vería a los demás.
Llegué a planta baja y afortunadamente no había nadie, salí y pensaba como me expresaría, ocurriendoseme solo el clásico Uhuuu, pues no me parecía correcto el “ buenas noches” o un informal “hola”, solo un “Uhuuu”.
Ya en la esquina, suponía que el fantasma, debía ser triste, solo decir Uhuuu no inspiraba nada alegre.
Debía levantar los brazos, para asustar, o para decir acá estoy. Si los asustaba huirían de mi, dejándome solo y en caso contrario, todos vendían a mi y dejaría de ser un fantasma.
Pasando la esquina, en la plazoleta, veo a la hermana del pirata, mi amigo del segundo piso, estaba hermosa vestida de algún tipo de princesa. No se si por vergüenza o por no asustarla, me escabullí hacia la iglesia, perdiéndome entre la multitud.
Otra vez solo, pensando qué debería hacer para que me vean, no huyan ni me puedan tocar, pasé por la puerta del templo. Siempre me gustó esa iglesia, su forma redonda, rodeada de columnas, se veía el altar destacándose el cristo.
Con sus brazos abiertos, en un intento de vuelo, o por que no podía hacer otra cosa, estaba clavado. Quedé mirando desde la vereda esa triste imagen, se me ocurrió que como fantasma, solo deberían verme, al no ser materia, podría volar mientras la brisa movía la sábana que me hacía visible.
El cristo, en su imposible vuelo, el dolor de esos clavos, pasaban por mis pensamientos y por mis brazos sabiendo que mis penas de niño, no se comparaban a la de quién soportaba la humanidad, pero por un instante sentí un insoportable agobio.
Pensaba que él era hijo y su padre..., bueno eso no me lo enseñaron en el catecismo, solo viene a mis pensamientos.
En la vereda, se hizo un claro que permitiría que me elevara lentamente del suelo. Comencé a dar zancadas y la sensación de estar en el aire me ilusionó, aunque sea por momentos, mientras mis brazos se elevaban al son del Uhuuu. Pasaron los metros y en realidad nada ocurrió, ni me miraban los paseantes, no los asustaba ni hubo compasión por la pena de mi Uhuuu.
Seguí caminando, callado con las manos a los lados imaginando que los ojos del fantasma semejaban dos cuevas tristes, en el blanco de la sábana.
Caminé de regreso a mi casa con desgano sabiendo del fracaso..., mi primer gran fracaso. Quería volar entre el murmullo de la gente, abrir los brazos en cruz, no en cruz no, un poco más arriba y que el Uhuuu fuese tan fuerte como los truenos. Descender lentamente frente a ella, la hermosa princesa, que me vería emocionada al darse cuenta de los ojos del fantasma.
Nuevamente en el ascensor, miro al fantasma a los ojos y no vi dos oscuras cuevas, solo había dos ojos brillosos en una sábana húmeda.
Seguí hasta la terraza, parándome al borde con los brazos abiertos, queriendo abrazar el cielo estrellado, buscando la magia que deseaba mi vida.
Cuando se hicieron las dos horas permitidas, regresé con mis padres, sabiendo que la vida sería de otra forma a partir de ese día. El día de un fracaso, el primero de una seguidilla que aún no termino.