Mal camino.
La una con cuarenta y cinco
es buena hora para comenzar el día;
la mirada enérgica del sol colisiona el arrabal,
marchita mi mejor máscara: Alegría.
Afuera me esperan ciertas miradas
que se estrellan en mi espalda;
disimulo pero me delata mi manera de andar
a trompicones.
Mi silencio se rompe dos horas después
para saludar a uno que otro wey,
maldecir mi hambre de no sé qué.
Esta negligencia que dejó morir mi educación
es la misma que trazó una vocal encerrada
en un círculo deforme en todas las portadas de mis libretas.
Lluvia ácida de ovaciones
por poseer esta falsa libertad;
mi ego las reprime y luego las revive en las ocultas paredes
de mi segunda casa,
junto a las de mis semejantes:
los reportados cien veces, los que no tienen verdadero nombre,
los que no encontraron una ruta más austera,
aquellos que la última vez se les vio llorando.
El resto de esta deshecha jornada me la bebo a grandes tragos
para no contagiarme de optimismo,
de este bodrio del que no quiero ser parte.
Aunque nadie pueda callar esta rebeldía
el día de mañana me gustaría andar por otro camino,
uno donde de verdad esté acompañado,
uno que tenga un final feliz,
aunque tenga que despertar cinco horas más temprano.