Fueron tiempos de sombríos malabarismos,
de agónicas noches e impredecibles días.
Como un fantoche abarajé determinismos
que cargué sin entereza ni integridad.
Hasta que aparecieron ellas, las dos niñas.
Pequeñas aves celestes que me cegaron
con sus querúbicas mascaritas lampiñas.
¡Cuán poderoso junto a ellas me sentí!
Monomanía, fascinación desbordada…
En un escuro ostracismo me volví adicto,
cautivo y mísero. Entre nubes volaba
cuando las escuchaba reír junto a mí.
Viscosidad explosiva de un terco apego
que me hundió en un afecto impuesto y robado.
Humor expansivo y labilidad de fuego
de aquella dulce y acerba tridimensión.
Desde los muros de mi cárcel las miraba,
como quien deja entrar al sol por la ventana.
De la ternura más infinita y aciaga
mi corazón insaciable se envenenó.
¡Vaya ironía! Que ellas me necesiten
fue por demás mi necesidad más ansiada.
Cada día era imaginar el convite
a la espera clamante de estar a merced.
Sumiso, formidoloso a las Niñas Diosas
me inmolé a mí mismo y a todo lo que amaba.
Como súcubos en mis noches silenciosas
fueron reinas de mi luz y mi oscuridad.
Aún, lo admito, un vago instinto destila
aquella pulsión por la muerte y el absurdo.
Risueña y tétrica nostalgia que es favila
de ese bello recuerdo desolado, atroz…
¡Oh, jinete de un arcoíris ilusorio!
Solo fui ardiente Quijote del desengaño.
Aquí guardo un pedazo de escombro irrisorio
del castillo azul de mi ensueño paternal.
¡Cuánto hubiera ansiado ser el mágico orfebre
que tallara para siempre sus porvenires!
Ni Dios sabe cuánto las quise, con que fiebre.
Las quise como solo yo puedo querer.