Las olas vienen y van lamiendo mis pies cansados.
Oteo al horizonte sin fijar la vista en ningún punto preciso.
Mis pulmones se alimentan del aire marino.
El sol descansa en mi piel mientras el viento besa mi semblante.
Un pelícano a lo lejos parece suspendido en el aire y, de repente, cae en picada en la mar serena.
Un grupo de cormoranes se desliza por la superficie del agua con destreza y maestría.
Suspiro y me entrego al momento.
A lo lejos observo a un padre jugar con su hijo. Corren, ríen. Él lo toma en sus brazos y lo abraza fuerte.
Sonrío. Poquísimos gestos de afecto recuerdo de parte de mi padre. Un hombre duro, fuerte, labrado por las circunstancias de la vida. Trabajador al extremo, responsable, respetuoso, sincero.
Una vez llegué de la escuela con un sacapuntas que un amigo me había regalado.
Al vérmelo me preguntó: ¿De dónde sacaste ese sacapuntas? Me lo regaló mi amigo Enrique – le respondí -
Mañana cuado te lleve a la escuela le preguntaré si es verdad. Como sea mentira ya verás – me respondió mirándome fijamente a los ojos –
Me recorrió un frío intenso por la columna vertebral. Una de las cosas que no soportaba mi padre eran las mentiras. Se pagaban caro las mismas.
Dicho y hecho, a la mañana siguiente, esperamos en la entrada de la escuela, hasta la llegada de Enrique el cual afirmó que me había regalado el sacapuntas.
Mi padre me miró. No dijo nada. Soltó mi mano.
Avergonzado entré a la escuela. Al salir recuerdo haber tirado el sacapuntas en la primera papelera que encontré antes de llegar a casa.
No hubo jamás mala intención en su actuar. Quería lo mejor para sus hijos. De hecho los valores aprendidos tienen su fundamento en él. Hijo de su educación y de su época.
Una ráfaga de viento me trae de nuevo a la realidad. Suspiro. Veo dos gaviotas que vuelan a lo lejos. Una al lado de la otra.
Las risas del niño llaman de nuevo mi atención. Esta vez el padre lo vuele a abrazar y lo besa. Siguen jugando extraños, lejanos de mis elucubraciones.
De nuevo regreso a mi pasado.
8 septiembre del 1984. Hora: 6.45 pm. Estamos en la terminal de mi pueblo esperando que salga el bus “Expresos Camargümí”. En aquella ocasión tenía 17 años y toda una carga de emoción interna. Dejaba mi casa para irme a estudiar a la capital.
Mi madre en el auto echa un mar de llantos. Me despido de ella. Cuando estoy apunto de subir, al despedirme de mi padre, me abraza fuerte y me da un beso en la mejilla. El primer beso que recuerdo de él hacia mi persona. Me sorprendí y respondí con otro en su mejilla sin poder contener el llanto. Subí y me senté en mi asiento. Aquel fue uno de los viajes más largos de mi vida.
Ahora tiene 88 años y no queda rastros de aquel brío de antaño. Los años no perdonan y amansan. Me inspira una ternura inmensa y cuando tengo oportunidad lo abrazo. Aunque si siento su rigidez, sé que en el fondo lo agradece.
Una ola fuerte me distrae del recuerdo.
El niño, en brazos de su padre, me saluda con su mano mientras se alejan.
Dios te bendiga viejo, donde quiera que estés en este momento – digo en voz alta – mientras dejo que mi mirada continúe a perderse en el horizonte inmenso.