¡Dispara! ¡Ya estoy muerto!
¡Es fácil! No lo pienses demasiado. Aprieta el gatillo y basta.
No dudes ni un instante. Piensa en todo el mal que te he causado.
No merezco otra cosa sino la muerte y que esta sea lenta, lenta, muy lenta. Aún así no creo sea suficiente para pagar todo el dolor que te he causado.
¡No!, ¡No! No bajes la mirada, sostenla. !Mírame Lucía!. Mirarme te dará coraje.
Siente el frío revolver en tus manos, esas manos que una vez me acariciaron, manos que he abandonado y con mis gestos despreciado.
Dirás que fue por defensa propia. Todos te creerán y a la cárcel no irás.
Ella inmutable no era capaz de profesar palabra alguna. Quietud y silencio.
Parecía que el tiempo se había suspendido y que todo dependía de una decisión que ella tomara. Un temblor imperceptible recorría su mano firme mientras lo apuntaba directo al corazón. Sentía un escalofrío que le recorría toda la espina dorsal y un sudor frío en la frente. Su respiración era fuerte, agitada, pero firme.
Un ligero viento entraba por la ventana de aquel ventésimo piso en donde vivían desde hacía diez años. Se escuchaba el péndulo del reloj de pared. Regalo de bodas que ella siempre había odiado, pero que nunca tuvo el coraje de quitarlo. Coraje, eso fue lo que le faltó desde el primer momento. Debió reaccionar inmediatamente cuando él la golpeó por primera vez, justo hace ocho años. Al regreso de la fiesta del bautizo de su hijo. Alberto había bebido más de la cuenta. Una simple discusión le hizo transformarse en un energúmeno. Cuando menos lo esperó le dio una cachetada que la hizo caer y rodar por el pavimento. En aquella ocasión justificó todo. Él le pidió perdón al otro día y la cosa quedó ahí.
Ahora estaba ahí, delante del hombre que amó y tanto le hacía sufrir. ¿En que oscuro rincón de la relación se terció la misma? ¿Qué sucedió? ¿Quién tuvo la culpa? Era otro el hombre que ahora estaba delante de ella. ¿Dónde está el Alberto que amó con todas sus fuerzas? Aquel que la cortejó, que le llevaba flores, que la enamoró.
Sin quitarle la mirada Alberto se arrodilló frente a ella. El revolver, ahora estaba a escasos metros de su frente.
Por favor dispara Lucía. Quita ese enorme peso de tu alma. Recuerda cada una de las veces que llegando a casa borracho te he golpeado, te he insultado, te he violado. Soy un monstruo y lo sabes. No voy a cambiar, soy un maldito. Te engañé, sí te engañé. El monstruo siempre habitó en mí. Creí poder controlarlo, pero fue un inútil intento. Me creí demasiado hombre para pedir ayuda. Ese monstruo en mí nació en la primera violación que sufrí de parte de mi pa... – se le quebró la voz. Se cubrió el rostro en llanto -
Si me dejas vivo – prosiguió - continuaré a ser tu tormento. Llévate a Daniel contigo, comienza una nueva vida. Olvídalo todo. Alza la frente en alto y ve. Te repito todo parecerá una defensa propia. Dirás que te he agredido como tantas otras veces. No es una novedad. Ya hay una denuncia.
Es tan fácil, Lucía, solo apretar el gatillo y basta. Llamas a la policía de inmediato y ya.
Lucía se sentía confundida. No podía continuar en esta situación. No solo ella estaba en peligro, sino también Daniel, su amado hijo por el cual era capaz de hacer cualquier cosa. La violencia contra su persona iban en aumento. Era todo tan fácil, apretar el gatillo y todo resuelto. Sí, diría que fue en defensa propia. Comenzó a apretar el gatillo. Un solo movimiento y basta Lucía - se dijo -
¡Mami!, ¡mami! – se escuchó la voz de Daniel – Su padre lo había encerrado en la habitación.
Quiso responder tratando de mantener la calma. Que su voz no sonara desesperada.
Daniel, hijo, no te preocupes, todo bien. Mami está bien tesoro.
No quitaba la mirada de su esposo y su rabia iba en aumento.
Solo Dios sabe las ganas que tengo de hacerlo. Apretar este gatillo de mierda y liberarme para siempre de tu persona. Si es que persona se te puede llamar. – suspiró - Pero no, ¡No! No lo haré porque en vez de matarte lo que haré es tenerte para siempre en mi mente. Vivirás en mí cada mañana al despertar, en mi conciencia. No Alberto, no lo haré porque sería caer tan bajo como lo has hecho tú. Después ¿Qué le diré a nuestro hijo? No podré vivir cubriendo una mentira. No, no lo haré.
Alberto se levantó. Lágrimas corrían por su mejilla. Con voz temblorosa dijo:
Siempre te amé Lucía a ti y a Daniel. Soy un enfermo y para mí no hay remedio. El único remedio es la muerte. Este será el mayor gesto de amor que he cumplido jamás en mi mísera existencia.
Corrió y se tiró por la ventana. Extendió sus brazos mientras caía. Nunca se había sentido más libre que en ese momento. Pocos segundos y se escuchó un sonido seco al momento de estrellarse contra el pavimento.
Lucía quedó petrificada. No podía moverse. Un grito profundo salió de sus entrañas. Calló de rodillas, aún con el revolver en mano. Le vino en mente su hijo. Tiró la pistola y corrió la habitación de su hijo. Abrió la puerta y lo abrazó fuerte, fuerte.
¡Hijo mío! ¡hijo mío!! Ya pasó todo mi vida! ¡Ya pasó! Tosió al ahogarse en su propio llanto. Abrazada a su hijo la encontraron después de haber derribado la puerta del apartamento para entrar.
Un mes más tarde Lucía, con Daniel en su regazo partía en el tren de las 10.00 de la mañana hacia Barcelona.
Atrás quedaba Madrid, la ciudad que siempre amó y pensó habitar hasta su muerte. Formar una familia. Cuántos sueños troncados, cuántas ilusiones perdidas.
Una nueva vida, un nuevo horizonte la esperaban a lo lejos. Miró por la ventana y abrazó fuerte a su hijo susurrándole al oído: te amo hijo mío. Sigilando su confesión con un beso en su mejilla.
(DERECHO DE AUTOR. SAFE CREATIVE. safecreative.com)
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