Si hubiese sabido eso, no hubiese vuelto a mirarte.
No me hubiese internado en ese mar tan profundo
que está alojado en tus ojos.
Tampoco hubiesen llegado esos días y esas noches
de andar por tu laberinto, descalza y sin armamento,
indefensa ante tu ataque
de besos, mimos y abrazos,
como si fuese la última o la penúltima hora
de un mundo agonizante.
No hubiese vuelto a mirarte y ahora todo sería
como antes era, antes de que te cruzaras
con tus mentiras tan ciertas,
con tu varonil aroma que no se me quita nunca,
pese a lavar tantas veces los resquicios de mi piel
y de mi alma.
Y no estaría mirando esas cartas amarillas
donde escribiste los más bonitos versos
que alguien me dedicara.
No extrañaría tu luna, ni tampoco tus estrellas,
no extrañaría tus labios recorriendo mis comarcas,
ni tu sudor, ni tus lágrimas que estuvieron estampadas
por un rato en el umbral de mi puerta y luego se borraron,
como se borra todo con el paso del tiempo,
menos tu presencia, menos tu recuerdo,
menos la maraña de la que supe escaparme.
Pero no me arrepiento, en vos tuve el paisaje,
el prado, la montaña, el lago, el mar, las playas,
las ciudades, con vos caminé calles con nostalgia vieja
de un París grisáceo, me mojó la llovizna de un Londres
neblinoso, fui una gota de sangre en la Berlín herida
y volví a acostumbrarme al hueco de tu almohada.
Si no me hubiese vuelto a internarme en tus ojos,
mi vida no sería vida, sino un lento pasar de días
opacos y sin brillo. Y hasta no existiría esta bella
tristeza que llevo de la mano, como lo es la esperanza
de volver a verte mientras cae la nieve.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
(Fotografía de mi nieta, Guillermina Quintana Maldonado)