El viento debería dejar de musitar tu nombre
a cada instante.
No debería, además, traer las palabras que se alistan,
flemáticas, en el umbral indulgente del poema.
Las deja colgadas en arboledas y cornisas,
vienen a mí con notas de un piano entre las nubes,
un tango que se estira en la calle arrabalera.
No quisiera escribir y escribo. Una y otra vez. A veces duele.
Duele la lenta melodía que se apaga en el aire, que se aleja
como el catamarán que se marchó a otro puerto.
como la gaviota que siguió al catamarán.
Todo se aleja últimamente. No la poesía. Ni tu nombre.
Me acomodo sobre la sombra del ahora,
me sonríe la rosa con su espina,
y el horizonte con su niebla inescrutable.
Será hora de sonreír, de aventar
las cenizas entre las huellas y mirar hacia adelante,
aunque no se vea, con los ojos mojados
de nostálgicas lloviznas.
Me espera en la vereda una brisa ligera y húmeda
en la ciudad de espigas de trigo en las esquinas
y aromas de café y pan tostado. Una ciudad de manos buenas
y sierras adornadas por retamas. Y está la gente que saluda
y cede su asiento a los ancianos.
La ciudad del tibio sol que se enreda entre las ramas
de nacientes brotes, mientras un gato mira
desde las cortinas entreabiertas,
y se escapa un vals vienés por la ventana de una casa vieja.
Todo invita a sostener el sagrado fuego de la vida,
aunque a veces uno se queme (los dedos, el corazón, el alma).
Pero el viento se empeña en lanzar tu nombre por los aires.
Y al final me gusta.
Entonces vuelvo a internarme en ese sueño
que abriga tu ternura y tu sonrisa.
Y escribo. Te escribo.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
(Imagen: Plaza Independencia e Iglesia del Santísimo Sacramento, ciudad de Tandil, Provincia de Buenos Aires, Argentina)