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MOISÉS

San Pietro en Vincoli es una de tantas basílicas que se pueden encontrar en Roma. Guarda en su interior uno de los tesoros más preciosos del arquitecto, escultor y pintor italiano renacentista, Miguel Ángel Buonarroti (Michelangelo Buonarroti).

No es una basílica muy grande, para las que se encuentran en la llamada “Ciudad Eterna”.

 

Temprano aquel día me dirigí a la misma. Entré por la puerta principal y me fui hacia el altar central. A la derecha lo pude ver desde lejos. No había tanta gente, lo que me daba la oportunidad de poder admirarlo, contemplarlo en todo su esplendor.

 

Un trabajo encargado al escultor por parte del papa Julio II, para su tumba.

Aquella estatua es impresionante. Representa la figura de Moisés sentado, con las tablas de la ley bajo su brazo derecho, mientras que con su mano acaricia su barba larga y abundante. Sostiene un mechón entre sus dedos pulgar, índice y medio. La otra mano descansa abierta sobre su vientre.

 

Su cabeza está girada hacia la izquierda. Se pueden observar un par de cuernos, que representan los rayos de la Divinidad. La expresión de su rostro es fuerte, impetuosa. Está conteniendo su ira que se refleja en su semblante, en sus ojos, en su frente, en su boca. Se pueden observar perfectamente todos los detalles de su cuerpo. Las uñas tanto de las manos como de los pies, incluso hasta el movimiento.

 

Mientras ha recibido las tablas de la ley, el pueblo, en el valle, está adorando un becerro de oro. He aquí el motivo de su malcontento. Siendo un hombre de Dios no puede dejarse llevar de tan vil sentimiento. Por esta misma razón se contiene.

 

En otros detalles se puede observar su tensión nerviosa: en las aletas de su nariz que se expanden en un nervioso respirar, en la protuberancia de sus venas, en la tensión de sus músculos, en las piernas enormes a punto de levantarse.

 

Los pliegues de su ropa son perfectos. Da la impresión de que fuese tela y no mármol.

Una figura colosal. Parece que estuviera viva.

Según cuentan, el artista, una vez terminada la obra, la golpeó en la rodilla y le ordenó: ¡habla! Él mismo estaba impresionado. Sentía que lo único que le faltaba extraer de aquel mármol era la vida.

 

Una obra que llegó a impresionar a Sigmund Freud, quien publica un estudio en el año 1914, con el título “Der Moses des Michelangelo” (El Moisés de Miguel Ángel). Refiero una parte de lo publicado:

 \"…Ninguna otra escultura me ha producido jamás tan poderoso efecto. Cuantas veces he subido la empinada escalinata que conduce desde el feísimo Corso Cavour a la plaza solitaria, en la que se alza la abandonada iglesia. He intentado siempre sostener la mirada colérica del héroe bíblico, y en alguna ocasión me he deslizado temeroso fuera de la penumbra del interior, como si yo mismo perteneciera a aquellos a quienes fulminan sus ojos; a aquella chusma, incapaz de mantenerse fiel a convicción ninguna, que no quería esperar ni confiar, y se regocijaba ruidosamente al obtener de nuevo la ilusión del ídolo \".

 

Las horas pasaron volando mientras admiraba aquella impresionante obra. Para mí inspiración Divina. La belleza que a través de un artista se hace presente. Él mismo Miguel Ángel lo expresaba en una de sus frases famosas: “La verdadera obra de arte no es otra cosa que la sombra de la perfección divina”.