de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada.
El pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me llenan de ternura...
Yo he nacido en estos llanos
de la estepa castellana,
cuando había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.
Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como mar es sufrir,
también aprendí a llorar.
Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.
Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espinas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada.
Los clamores escuchando
de dolientes Misereres
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...
¡Oh, que dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verduras menos lleno
que de abrojos el Calvario!
¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!
Y los hombres abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados
con hachones encendidos
y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas.
Viejecitos y doncellas
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquéllas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo.
Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente.
Caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los judíos,
“que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno”.
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado,
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado.
La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía!...
1Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras de las verdes vidrieras
de los faroles brillaban!
Y aquel sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡Qué corazón tan villano!
¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
Y aquel negro monstruo fiero
¡iba a cruzarle la cara
con el látigo de acero!
Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan noble y tan pura
como el cielo castellano.
Rapazuelo generoso,
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso.
Se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo;
paróse ante la escultura;
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través;
zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
“¿Por qué, por qué has hecho eso?\"
Y él contesta agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
“¡Porque sí, porque le pegan
sin hacer ningún motivo!”
Hoy que con los hombres voy
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
(poeta de nuestra tierra castellana)