Bajo el estrellado firmamento descansaba sobre suave alfombra verde salpicadas de diminutas florecillas silvestres. El aroma de la manzanilla y delicadas violetas penetraban en sus pulmones que se iba inundando de aquel aire puro que le regalaba la tibia noche.
De vez en cuando se sentía un aleteo que le hacía estar expectante para observar a donde se dirigían las nocturnas aves. Un mochuelo con los ojos bien fijos intentaba captar la presencia de una presa. Pequeños murciélagos revoloteaban como si no tuviesen rumbo fijo, y sutiles trinos se escuchaban en los nidos, trinos de las crías de los pajarillos que intentaban acomodarse en sus primorosos nidos bajo el delicado plumaje de su madre.
Mientras gozaba en plena naturaleza no perdía de vista el alto cielo donde la espléndida luna lucía con solemnidad majestuosa. Ni una sola nube, ni un sólo obstáculos para poder contemplar la lluvia de estrellas. Se le antojaba que aquella noche era exclusivamente creada para él.
Cada mes de agosto volvía al pueblo, a aquel bello lugar entre montañas para ayudar a su familia con las faenas del campo, y como recompensa podía gozar de aquellas noches fantásticas, noches de ensueño, donde no sólo se reencontraba con la naturaleza, sino que también con su espíritu y con el mismo creador.
La paz era tan inmensa que le reconciliaba con el resto de la humanidad y consigo mismo. Allí lejos del vertiginoso trasiego que atrapaban las almas en la ciudad se sentía parte de la grandiosa naturaleza.
Deseaba compartir con su ser amado aquellas experiencias que le llenaban de gozo, que le daban satisfacciones maravillosos, el gozo de encontrar la paz, de dar significado a su vida, de sentirse el hombre más afortunado, pues sentía como la sangre bullía por sus venas, el corazón le latía acompasado salvo cuando ella estaba presente. ¡Eso era muestra de que el amor había prendido en su corazón! No, no esperaría más, tenía que compartir con ella lo mejor que poseía, el cielo y la tierra ¡Eso mismo, el cielo y la tierra era suyo! Él era el dueño de aquel firmamento que le arropaba cada noche de agosto.
Una estrella fugaz le sacó de su encanto, y en el mismo momento que la avistó se produjo el milagro, pues se le cumplió el deseo que cada noche de San Lorenzo le pedía desde el momento que la había conocido, desde el momento que el amor penetró a través de la cancela de su corazón.
Desde entonces, cada día de San Lorenzo sobre las altas cumbres de su hermoso pueblo juntos contemplan tumbados bajo el estrellado manto la lluvia de estrellas, cada día de San Lorenzo les piden sus deseos mientras entrelazan sus manos.
El secreto está en que el deseo siempre es el mismo. Volver a reencontrarse con la lluvia de perseidas cada mes de agosto.
Así se siguen cumpliendo sus deseos.
Luisa Lestón Celorio