Mis noches son para tres, siempre estamos así.
El uno descansa en mi cama, el otro camina en
el techo de mi cuarto, yo me siento a escuchar
lo que hay por decir en sus bocas revoltosas.
El uno es erudición, el poder del pensamiento
en gotas de autocompasión, de rechazo y falta
de perdón; el otro, es instintivo, destructivo,
ambiciosos, paciente, espera el momento en que
parpadean mis manos para hacerlas escribir lo
que el otro calla.
De algún tiempo a tras son así, y estamos los
tres conversando; yo solo trato de huir de su
presencia, pero me es imprescindible escucharlos.
Son el descanso y la fatiga, a pesar de detestarlos
por ellos moriría, profanaría una frase de esas
que alivian, caminaría mil y una vez las mismos
errores, abrazaría con mis parpados los mismos
dolores; ellos lo saben y se mantienen conmigo,
¿de qué vivirían? no saben más que ser mis amigos.
Siempre llegan en el momento preciso; inician la
noche, es su ritual, es el sacrifico de la pena,
la adoración de la miseria. Yo participo en el; es decir,
soy el adorador de sus condenas, de las visiones
borrosas con la que escapo a ellos. En el último
momento me llevan a donde quieren, depositan el agua
bendita en mis ojos.
Mi noche siempre es de tres y ya no los espero,
siempre tengo la certeza de que llegaran a donde
estoy. No los ignoro, les doy la razón, la complacencia,
la divinidad; les entrego mi risa, la prisa por
presenciar una buena noticia, la avaricia de mi
pensamiento. Les entrego todo y aun así me queda;
la tristeza de saber que yo los llame, de poner las
piedras donde se lavan las cosas que nunca logran,
de que los he llamado con la melancolía. No me queda
nada y me queda todo. Me quedan ellos, me queda el
lodo donde revolcarme cuando me estorbo.