La tenue y débil luz de la lámpara era lo único que llenaba el espacio vacío de la habitación, no eran los muebles de madera ni tampoco el lecho en el que me recostaba, era solamente la lúgubre lámpara que, con su débil destellar llenaba aquel vacío de la habitación.
La puerta estaba cerrada, así evitaba que entrase el imprudente y descarado frio junto con el ruido exterior. Sí, con la puerta cerrada la habitación tomaba otro significado, un ambiente aislado del frívolo exterior, en donde el silencio le daba cabida al libre pensamiento y daba rienda suelta a la imaginación.
No es solo una habitación, es parte de mí y solo cobra su espíritu emancipador de la realidad por medio de mí. Me resulta inefable expresar su suave latir y su sigiloso respirar, porque después de todo, cuando entro a la habitación, esta parece cobrar vida propia.
Una habitación que escucha pero no habla, que piensa pero no comparte, que siente pero no lo manifiesta, y que, a la hora de alejarme de ella, esta queda atrapada en un profundo sueño hasta quedar como cualquier objeto inanimado que solo se llena con la luz débil y tenue de cualquier bombilla.