¡Sería una locura no hacerles sufrir!- fueron las primeras palabras del intendente alemán del campo de refugiados de Idomeni con la que nos recibió para consolarnos en el amanecer dorado que siguió a las primeras deportaciones a Turquía de refugiados del campamento. Nos había citado a todos los funcionarios de la delegación Europea entre los restos del anfiteatro griego situado en el bajo lateral del templo de Apolo, cuya estatua lo presidía travestida de Hitler, dando al lugar un aspecto decadente y vergonzoso de cabaret nazi.
Entre las viejas piedras que debían ser sagrado santuario podía al alzar la cabeza con asco para ver las erizadas alambradas tras las cuales se agolpaban miles y miles de corazones ansiando libertad que iban a ser degollados, a no ser que Inglaterra decidiera finalmente bombardear Berlín y sus satélites.
En esa horrible atmosfera, voces como del otro lado me llegaban. Yo guardaba silencio sin prestar atención directa al intendente. Alejado del discurso oficial, veía como ascendía el sol .Sentía pasos, besos , las plegarias en el espacio vacío que habían dejado los cuerpos que se habían ido. EN los huecos de su ausencia se rompían las voces ante la contemplación de un zapato vacío, un ovillo de lana tirado en el suelo.
El intendente Alemán esa mañana se sentía pletórico en medio del anfiteatro griego.
“He tenido una inspiración divina esta noche hermanos.
Nada de amor hacia nuestros enemigos.
¡Qué grandes somos ¡
Cada uno de ustedes como yo formamos parte de una gran saga, de un linaje de hierro!
Somos como dioses para ellos.
¿ Y qué nos hace ser dioses sino la moral?
Aquí, en Idomeni, entre las ruinas de la civilización griega nace una nueva moral que yo modestamente he bautizado como Moral de castigo”
Tras decir estas palabras el anfiteatro rompió a aplaudir como poseídos por la cólera de Dios, los ojos de mis compañeros desprendían una histeria y euforia difícil de comprender, ¿de qué lugar del alma surgía tanto odio ? ¿ De qué terrífico Cristo creían ser la voz?
Sus rostros se me reflejaron tal y como eran por dentro tan solo durante un solo segundo. En ese ínstate, lo que vi era capaz de abrasarla humanidad entera. Apenas pude aguantar esa visión más de un segundo mientras como elefantes todos ellos al unísono empezaban a patear el suelo.
Asqueado salí de allí.
Caminaba como herido adentrándome sin darme cuenta en el barro de idomeni.
Una pequeña campana tubular partida sonaba tocada por un niño que parecía a lo lejos una rana sobre unos cristales que le rodeaban flotando entre charcos.
Cada vez que sonaba la campana bajaban del cielo garzas blancas que hundían sus zancas en los charcos.
El sol iluminaba el silencio de las tinieblas y cada cuerpo que salía de la profundidad de su tienda entre las alambradas era como una oración de salvación que bajará desde el cielo buscando el sonido de la campana.
Aún hoy no sé porqué, pero mientras me mezclaba con los refugiados lancé mis zapatos contra las alambradas, cubrí con mi abrigo de lujo comprado en Oxfor Street al pequeño que tocaba su campana por su madre que se habían llevado el día anterior mientras caía de rodillas llorando.
Angelillo de Uixó.