Mediodía caluroso. Valery tenía penas de amor y estaba herida. El tenía buen oído. La escuchó. Le dio algún berreta argumento psicológico, de esos que se leen en las revistas que escriben consejeros del amor. Ella, generosa, agradeció para hacerlo sentir importante. Se retiró, sin saber que su carácter ya había dado por concluída la relación. Pero el futuro la asustaba, trataba de vivir el presente. Como Epicuro, consideraba que la felicidad consiste en vivir en continuo placer, algo que excita los sentidos. A las pocas cuadras, él recibe un whatsapp de ella pidiéndole por su regreso. La excusa era literaria. Un texto de psicología, para compartir. Entre Freud, Jung y Adler aparecieron los primeros roces. Primero sus cabezas coincidieron a pocos centímeros de distancia del ejemplar. Levantaron la vista y no dejaron de mirarse. El inconsciente y la líbido se hicieron presentes. También la lluvia, producto de la humedad. Las gotas se deslizaban por la ventana, como las manos de él sobre el cuerpo de Valery. Se aposentaron al pie de la cama. Ella tenía una camisa blanca que dejaba traslucir su intimidad. Al ritmo del ruido de la precipitación, desabrochó botón por botón. Su cuerpo desnudo y ensombrecido fue conquistado por él. Pacientemente cada pequeño territorio fue colonizado por sus labios. Un trueno precedió al gemido o el gemido hizo al trueno. La luz de la descarga eléctrica iluminaba el placer de su rostro y una ráfaga de viento sedienta, que ingresó por la ventana, traía la brisa del final. Una copa de Merlot y un chocolate lacustre hicieron lo demás. Valery sanó su herida y la pena se hizo amor.