Todas las noches la veía pasar desde la ventana de su sueño. Un día, buscó la llave y abrió la puerta del tiempo. De a poco la fue sintiendo más cerca, pese a la distancia y su indiferencia. Los recuerdos, señores egoístas de la noche, ocupaban gran parte de la acera. Por esa rúa transitaban. Algunos buenos. Otros no tanto. Y ella seguía desfilando sin detenerse. Él la supo reconocer porque a su paso y en su puerta, siempre dejaba la estela de ceniza. Comprendió, que pese al intervalo, había un pequeño fuego encendido. En cada una de sus huellas, él suspiraba, para avivar la pasión. En un crepúsculo una estrella le avisó que se estaba aproximando. La tomó de sus manos y la besó. La despojó de sus prejuicios y la recostó en su morada. Cuentan que sus cuerpos se fundieron en uno y que, desde entonces, la llama fue eterna.