A veces,
mi egoísmo
me llena de maldad,
y te odio casi
hasta hacerme daño
a mí misma:
son los celos, la envidia,
el asco
a la mujer, mi semejante
aborrecible, como yo
corrompida y sin
remedio,
mi querida
hermana y parigual en la
desgracia.
A veces, o mejor dicho:
casi nunca,
te odio tanto que te veo
distinto.
Ni en corazón ni en alma
te pareces
al que amaba sólo
hace un instante,
y hasta tu cuerpo cambia
y es más bello
-quizá por imposible
y por lejano-.
Pero el odio también me
modifica
a mí misma,
y cuando quiero darme
cuenta
soy otra
que no odia, que ama
a ese desconocido cuyo
nombre es el tuyo,
que lleva tu apellido,
y tiene,
igual que tú,
el cabello negro.
Cuando sonríes,
yo te reconozco,
identifico tu perfil
primero,
y vuelvo a verte,
al fin,
tal como eras, como
sigues
siendo,
como serás ya siempre,
mientras te ame.