Ahora, daos prisa hermanos míos,
gritad por vuestra herida voz tan fuerte,
que ni siquiera una canción de muerte
se espante al palpo de los recios fríos.
Mortales gritos, que en los polvos labras
y ese lacónico cantar que a veces
de soledad esférica remeces,
al son de un cruel diptongo en las palabras.
¡Ya...hermanos míos!. Ya podéis pintar
vuestra garganta y vuestro vil madero:
menesteroso sacrificio austero.
¡Ahí se vienen...!. Todos a gritar:
«¡Vivan las voces de los mil caídos!».
Y calmaremos luego, estos latidos.
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David John Morales Arriola