Cero y un minuto.
La vida comienza otro día
aguijoneando ausencias
y remendando alegrías.
La luna que estaba ya no está
y al fondo se ven solamente bichitos
de luz verdes o naranjas
y también unos rojos.
La ciudad y sus calles,
la gente y sus gentes ya cerraron
los párpados.
No quiero levantarme de aquí hasta llegar
al final. Aunque esté cansado.
Después de todo me siento cómodo
escribiendo. Escribiéndote.
Aunque tenga pocos argumentos,
justamente porque la luna ya no está
y las estrellas brillan por su ausencia.
Por cierto, me vino a la memoria aquella noche
cuando a hurtadillas te robé la luna
que dormía en tu pupila
e hice mías las estrellas de tu risa.
Nunca me arrepentí y ahora las tengo
en el fondo de un poema que habla de bosques,
de violines, de mares con frío,
de campiñas con sus cardos florecidos.
Los guardo en mi minúscula
comarca de los sueños
y a diario les abro una ventana
con cristal de primavera,
cuidando que no se escape
tu aroma de jazmines.
Es tarde ya. (Siempre fue tarde, lo sé)
La noche va encerrando los silencios
en su negro estuche y yo voy a asomarme a la puerta
para sentir en el rostro
aquel viento del que tanto hemos hablado.
Cero y treinta. El vecino sube atléticamente la escalera
y retumban sus pasos como un son de guerra.
No sé si me podré dormir.
Tal vez te escriba otro poema.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
(Imagen de la web)