Barcos sin rumbos, que navegan en firmamentos de
sensaciones, que deslizan sus almas en limbos ajenos,
que piden a gritos, encallar sus corazones sobre escollos
filosos para desangrar todo un sentimiento en océanos
de soledades y así, pretender diluir lo que se siente
adentro, lo que palpita con vida propia, lo que no se
escucha, lo que esta y no se ira jamás, y ahí, anclados,
permanecerán, mas allá del tiempo, mas allá de todo,
buscando la luz de un faro que parece brillar, y al verlo
cerca, simplemente, se va.
Como evitar que las emociones invadan las entrañas,
como parar el cúmulo de sentimientos que brotan del
corazón y llenos de pureza desean sanar, al ser distante y
darle por siempre, lo que tanto buscamos y que entre
sonrisas y llantos, a veces no hallamos, la felicidad; las
lágrimas son el único indicio de lo que se quiere
esconder, de lo que se anhela ocultar, hasta después de
la vida, mas allá de la eternidad.
Si no tuviese cicatrices en el alma, que sentido tendría
suspirar por algo que no ha sucedido, por algo, que tal
vez, no pasará, si no tuviese marcas en el corazón que
provocan desespero, angustia y desvelo, como podría
tenerlo en mis sueños, que son tan reales, que
manifiestan amor, lujuria e intenso deseo.
Sin cicatrices, como podría el alma irreverente vibrar
intensamente en los desafíos de las madrugadas que no
dejan de llegar, y saber, si las voces no se diluyen en
soledades que no acaban jamás de golpear, anunciando
que no puede ser en esta vida y tal vez, en muchas más.
Si no tuviese mil y un surcos imborrables y profundos en
el ser, le pediría, incesantemente, a Dios, borrar la
existencia de un camino inocuo e insulso, borrar la
memoria y desaparecer todo vestigio de vida y al pasar el
reloj una y otra vez, volver a nacer, para ser marcado con
cicatrices de fuego, desde la madrugada en que se
muere, hasta el maravilloso amanecer en donde volvemos a nacer.