Samuel Santana

Canto a mi patria

Con el huerto del Edén solo te puedo comparar.

Es tu historia una de las más bellas del mundo.

En tu más de quinientos años de luz, por tus lomos han pasado guerras, invasiones, Pelempito y sueños.

 

Desde tierras lejanas venían a besar tus orillas los ciguayos, los taínos y los caribes en sus canoas de palo y de conciencia pura como el Pico Duarte.

Se les veía entre los tambores, la danza, el tabaco, la hamaca, las armas de piedra y el humo gris.  

 

Por el oriente tu amanecer es de diamante y por el occidente de plata.

Son tus noches como la lumbre de la luna, de las estrellas y de los astros.

 

Fue la voz de Rodrigo de Triana el rayo que alegró el corazón del marinero genovés ya cansado y abatido por las noches y días de incertidumbre buscando el rumbo de Duarte, Sánchez y Mella.

Su dedo de fuego guió los ojos  hacia una costa de arenas prístinas y claras.

 

Sí, eres una perla, un diamante y un topacio girando en el espacio azul y blanco.

Tus cálidas aguas de playas de cocos levantan siempre su cadencia de espumarajo que besa la costa como el amor de una de tus doncellas en cierne.

 

Tu vientre lo tiene todo: huracanes, tormentas, ríos, arroyos, lagunas, lagos, montañas, llanura, flora, cantos de pájaros, héroes sin miedo, hermosura, cabello azabache, tez de amalgama y vuelo de garzas en cada amanecer y atardecer.  

 

En los pastos y prados pasean las cabras y las vacas que en cuajada depositan su leche, su dulce y queso de azúcar de trapiche, de ingenio y de molienda.

 

Es aquí donde la cigua verde hace su nidito de amor sobre palmeras,

la abeja construye su casa de miel, las ballenas se apasionan,

el artesano quema el casabe y el pintor entrega una barca cargada de peces y un labriego con sombrero de pajas.

 

Siempre los campos reverdecen de plátanos, de yuca, de yautía, de ñame y de verduras.

De los ranchos se escapa el olor del café que calienta el aluminio y el alma.

 

Las orillas de los caminos del este, del oeste, del sur y del norte huelen a yaboa, a arroz blanco, a granos, a yaniqueques, a chicharon, a mabí, a cerveza y a ron picante de caña.

 

Por la mañana y por la tarde este cielo se tiñe de amarillo con el pincel del verano, de la primavera, del invierno y el otoño y con el canto de la tórtola entre las hendiduras de las peñas.

En cada casa, de patios con mango, aguacate y flores, hay pan, agua y una sonrisa de oro oculto en la montaña.

 

Aquí el viajero, ávido de goce y descanso, nunca se pierde: siempre hay una mirada sincera hecha de brújula y polo barahonero.

Por el malecón de guano y cangrejo hay música, guirnaldas, baile, cadencia, carrozas, diablos cojuelos, gaga y hoteles con oropeles.

 

 ¿Quién puede escapar al embrujo de este Bávaro sensual, al manjar de suculento paladar, al clima de sudor, a la picardía sincera y al color trigueño de una piel hecha con sangre caliente y de una bandera de libro sagrado?

Quien aquí llega, aquí se queda.