Por senderos desconocidos, rectos y llanos, accidentados y sinuosos, encontré semillas tiradas sobre la tierra. Temerosas de las aves y de las piedras; en busca de auxilio clamaron a mi. El corazón humano, que entiende el lenguaje de todas las cosas, me invitó a recogerlas. Al mismo tiempo me enseñó que las semillas son como humildes escondites primigenios. Antes había aprendido de mi padre que toda cosa viva merece alcanzar su plenitud. Solo me tocaba escoger un lugar donde sembrarlas. Así es que me resultó mejor sembrármelas en el fondo del alma. Alma anhelante de experiencias, de sombra y de abundancia. Las semillas eran de amor y soledad, pobreza y riqueza, desdicha y gratitud, pesimismo y esperanza. Las regué con mis lágrimas, el aliento fresco de mis amantes, cirrus y nimbos. La luz del subconsciente brilló cual sol de verano calentando las entrañas. Finalmente, en el momento señalado por el cielo, salí a la siega. Una hoz apareció entre mis manos. Era una hoz, estoy seguro, pero se sentía como una delicada pluma. Al final de la jornada, con placer indescriptible y sin afán, llené los silos de mi consciencia con versos, prosas y poemas.